Día Mundial del Arte: Un homenaje a la creatividad y la expresión
Una vez obtenido su rango como nación soberana, al tiempo que México daba un tratamiento preferencial e incondicional a la región latinoamericana, se preocupaba por obtener de Estados Unidos y de las demás potencias, el reconocimiento de su independencia y, como consecuencia, el derecho a celebrar tratados. Las gestiones, que se llevaron quince años, fueron asaz fatigosas pues si bien desde 1821 México había obtenido de hecho su independencia, para el resto del mundo su guerra de emancipación era considerada simplemente una “guerra civil”.
Ante tal visión a nuestro país le era indispensable obtener el reconocimiento de jure de las demás naciones y con ello manifestarse con plena personalidad en la vida internacional.
Desde 1824 el excombatiente insurgente y a la sazón agente de México en Londres, don Mariano Michelena convino con los representantes de Brasil e Inglaterra, en la idea de un plan de unión entre los nuevos gobiernos del gran continente americano. Y dos principios destacan en ese proyecto: el de la libre determinación y el de la no intervención.
A partir de allí se inician negociaciones con Estados Unidos, Inglaterra, España, el Vaticano y Francia, labor complicada pues México, a la vez que atendía esta cuestión tan importante, tenía qué repeler agresiones del exterior. Lo más difícil de obtener fue el reconocimiento de España a pesar de los buenos oficios de gobiernos como el de Gran Bretaña que propuso cierta “indemnización” para saldar el asunto.
Pero México no estaba dispuesto por ningún motivo a “comprar su libertad” y propone a su vez ir solo en sus propios asuntos, postura políticamente incorrecta dado que contrastaba con la expuesta por Estados Unidos en la Doctrina Monroe, interpretada por muchas naciones como garantía de su independencia.
En 1819 España había convenido con Washington los límites colindantes entre Estados Unidos y el entonces virreinato de la Nueva España. Ya independiente, México se aferra a ese tratado para defender su frontera, que únicamente será alterada por medio de una guerra. Aunque las relaciones se oficializarían en 1825 a nadie le pasaba desapercibida la política expansionista gringa y los riesgos que con ella afrontaba nuestro país.
Hay dificultades con Francia que condiciona su reconocimiento a que ciudadanos franceses residentes en México sean indemnizados por los daños causados durante la revolución de independencia, además de la pretensión de obtener privilegios como el monopolio del comercio al menudeo en nuestro país. El gobierno mexicano no conviene ni por un momento en que se lastime en lo mas ligero la dignidad nacional y rechaza con energía, por injustas, las pretensiones galas.
Finalmente México arregla sus diferencias con Francia en marzo de 1831; con el Vaticano el 9 de diciembre de 1836 y con España el 28 de diciembre del mismo año. El asunto con El Vaticano no fue fácil pues la actitud de ese estado fue siempre de apoyo total a España; y además en su encíclica Etsi Jamdiu el Papa León XII deploraba la situación de la iglesia en los lugares de rebelión y contaminados de “ideas heréticas”.
Once años debieron pasar para que el Vaticano cediera. Otra encíclica, la Sollicitudo Ecclesiarum planteaba que las vicisitudes políticas de los Estados no debían impedir a la Santa Sede “el remedio de las necesidades espirituales y en especial, la ordenación de nuevos obispos aunque para ello tuviera qué tratar con autoridades de facto”.
Las gestiones para establecer relaciones con Francia, uno de los países que más intereses comerciales tenía en México, habían comenzado desde 1824 sin mayores resultados. Los lazos de Francia con la Santa Alianza lo habían impedido. En 1825 se logró que el gobierno francés nombrara agentes para las casas comerciales en México; al siguiente año que barcos mexicanos tocaran puertos franceses. En 1827 se obtiene el reconocimiento de facto y en 1831 sobreviene el reconocimiento formal.
Sin embargo el reconocimiento que más interesaba a México era el de España porque con ello se invalidaba su derecho a la reconquista; y fue éste el que más tardó.
En 1832 aún reinaba en España Fernando VII quien, por su edad ya sentía pasos y condicionaba el reconocimiento del nuevo estado a que su hermano Carlos fuera coronado como rey del nuevo país. Pero su ministro Francisco Arias Dávila, Conde de Puñoenrostro, liberal de cepa, firmante de la Constitución de Cádiz mostró interés en entrar en tratos con el gobierno mexicano. A fines de 1833 muere Fernando VII y esto ocasiona un cambio en el clima político y un año después el ministro liberal entabla negociaciones para hacer la paz con México. Las cuestiones se alargan por motivos de “soberanía” y reclamaciones de súbditos españoles radicados en México pero finalmente el 1º de junio de 1837, el presidente Anastasio Bustamante anuncia ante el Congreso General que “España ha reconocido de modo pleno y absoluto nuestra independencia mediante un Tratado de Paz y Amistad.. .”
Fueron quince largos años, desde el momento en que, consumada su emancipación, nuestro país empieza a buscar su lugar en el mundo, hasta el día en que finalmente, al ser reconocido por España, puede considerarse miembro de la comunidad internacional.
Pero con ello la lucha no ha concluido y México tendrá qué mantener lo logrado pues la amenaza se cierne sobre el país; viene de España, parte de Francia y llega de Estados Unidos. Se da el intento español de reconquista con la invasión del brigadier Barradas en 1829; le sigue la cuestión texana que se conjuga con la “guerra de los pasteles” en 1836; continúa con la guerra México-norteamericana en 1848 y culmina con la intervención tripartita de 1861.
Ante cada una de tales intervenciones México se mantiene firme, tanto en la victoria como en la derrota. Vida es experiencia y experiencias son las lecciones que el Estado Mexicano torna en principios.
Sin reservas de ninguna especie, (por lo menos hasta 1988) nuestro país ha hecho suyos los esfuerzos de otros países y en ocasiones en solitario, para consolidar las premisas necesarias y poner fin definitivamente a las relaciones injustas y desiguales que predominan entre los estados. Defiende así, en la única manera que le es posible a nuestras naciones débiles, –por la vía jurídica y la fuerza de la norma– su derecho a existir y a determinar sus propias formas de gobierno bajo una relación respetuosa de cooperación internacional recíproca.