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Con mucha razón, organizaciones nacionales de derechos humanos –incluida la CNDH– y representantes de la Organización de las Naciones Unidas han alertado sobre los posibles efectos contraproducentes que ocasionaría en el país la aprobación de una Ley de Seguridad Interior cuyo propósito sea legalizar las actividades que el Ejército realiza desde hace diez años en el combate a la delincuencia organizada.
En la Cámara de Diputados y en el Senado existe un manojo de iniciativas para ello –las más conocidas son la del PRI y la del PAN– y probablemente habría sido aprobada ya alguna versión compendiada de todas las versiones disponibles, si la opinión pública no hubiese alzado su voz para advertir sobre las consecuencias de legislar al vapor en esa materia extremadamente delicada.
Tan viejo como la presencia misma del Ejército en las calles, el tema adquirió velocidad a partir del 7 de diciembre pasado, cuando inesperadamente el secretario de la Defensa Nacional, el general Salvador Cienfuegos Zepeda, emplazó al Congreso a definir de una vez por todas una norma que brinde cobertura legal al papel que el gobierno de Felipe Calderón le asignó a las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública.
Los diputados le hicieron caso al secretario de la Defensa y entrado el año estuvieron a punto de aprobar, aprisa y sobre las rodillas, el proyecto de Ley de Seguridad Interior. Los sensatos pronunciamientos en contra de la iniciativa y de la premura que la rodeaba surtieron efecto y el 16 de febrero los jefes de las fracciones de la Cámara de Diputados determinaron abrir un proceso de consulta y análisis del contenido de las varias propuestas presentadas al respecto.
Aparte del hecho mismo de convertir un estado de excepción en un ordenamiento legal y ordinario, el punto más sensible involucrado en esta iniciativa es el riesgo de que la ley para legalizar la actividad militar en el combate al crimen organizado desate una ola de violaciones a los derechos humanos, particularmente contra la población inocente, detenciones injustificadas, casos de tortura, ejecuciones extrajudiciales o desapariciones forzadas, todo lo cual ha sucedido en estos diez años sin que el Estado de derecho sea capaz de aplicar el debido castigo a los responsables.
No es precisamente menor la inconsecuencia de dar carta de naturalización a la participación del Ejército en funciones de seguridad pública. Que los militares se hagan cargo de las tareas que deben realizar los policías, sea en un régimen temporal o definitivo como se pretende, ha supuesto una gran perturbación del orden institucional y una vergonzosa rendición de las autoridades civiles frente al fenómeno de la inseguridad y la violencia.
En ese contexto, si se da permanencia legal a la actividad militar en tareas policiales, ese cambio supondría en los hechos el abandono de las corporaciones policiacas y de los planes de sanearlas y profesionalizarlas. Una reacción de esa naturaleza es lo que hasta ahora ha impedido una certificación efectiva y real de las policías estatales. ¿Para qué, si el Ejército ya está a cargo?, parecen decir los gobernadores y los alcaldes mientras se acomodan cada vez más en los brazos militares.
Es posible que estas dudas y cuestionamientos hayan motivado el aplazamiento de la aprobación de esta ley en la Cámara de Diputados. Y también es posible, sólo posible, que los líderes de las diferentes bancadas hayan reparado en el enorme poder que este ordenamiento entregaría a los militares. Un poder manifiesto, concreto y a todas luces amenazante. Sin embargo, ningún legislador se atreve a llamar a las cosas por su nombre.
Mayor sentido institucional y moderación ha mostrado el propio general Salvador Cienfuegos, quien el 19 de este mes, en el Día del Ejército, dijo que la ley que se discute en la Cámara de Diputados ‘‘no debe ser una ley a modo para las fuerzas armadas. Esperemos que fortalezca al Estado mexicano, que puntualice y obligue lo que a cada quien le corresponde hacer; que los gobiernos federal, estatales y municipales se responsabilicen y rindan cuentas; una ley que dé certeza jurídica a las autoridades, pero sobre todo a la sociedad’’.
El secretario de la Defensa expresó además que “a quienes por falta de información, tergiversación de la misma u otros intereses no visibles señalan que la iniciativa induce a la institucionalización de militares en la seguridad pública o a su militarización, les aclaramos que las fuerzas armadas creen, respetan e impulsan el Estado de derecho y la gobernabilidad democrática y por tanto creemos que la iniciativa debe ser multidimensional, que involucre a todas las autoridades bajo el principio de legalidad’’.
Más todavía, en evidente referencia a las policías, demandó que la reforma establezca compromisos, obligaciones y atribuciones para las autoridades civiles, ‘‘incluyendo, como última instancia, la participación de las fuerzas armadas bajo un principio de gradualidad’’. La “gradualidad” mencionada por el general Salvador Cienfuegos quiere decir el retiro paulatino de los militares del combate a la delincuencia.
Con la “gradualidad”, el general Cienfuegos Zepeda ofreció a los legisladores un esquema para dar salida a la ley. Pero esto último no será posible sin que al mismo tiempo se produzca la profesionalización de las policías. En congruencia con ello, el secretario de la Defensa ya había sostenido en diciembre que el problema de la violencia no se va a resolver a balazos, y también había reclamado la falta de compromiso por parte de los políticos.
En contraste con la posición restrictiva del secretario de la Defensa, las iniciativas para crear la Ley de Seguridad Interior pretenden, o pretendían, conceder total discrecionalidad al Ejército en el desempeño de las funciones policiales, entre ellas para la realización de tareas de espionaje. Probablemente con el deseo de complacer a los militares, lo que querían hacer los partidos que presentaron las iniciativas era convertir al Ejército en una superpolicía, lo que en cualquier situación es un gran disparate. Si quieren, ahora tendrán los legisladores la oportunidad de hacer bien las cosas.
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