Pedro Haces, líder de la CATEM
Los así llamados intelectuales orgánicos, por la transparencia exigida en las democracias, son un fenómeno que tiende a desaparecer, a menos que reciban un pago, como los que sirven a Palacio. Pese a ello, en México desde hace tiempo devinieron en figuras de carpa. Sí, de esas carpas, como las de Cantinflas o Manolín y Shilinsky que hicieron las delicias del público a lo largo de décadas en el siglo pasado.
Se les llamaba patiños, es decir un interlocutor que daba pie a que el cómico tomara vuelo al hacer sus números o le ayudaba a que justificara su discurso. Ambas figuras, la de los intelectuales orgánicos, propios de los regímenes autoritarios al estilo de la vieja URSS, y los patiños de carpa, son figuras que prácticamente hay que rescatar del basurero de la historia.
Pensaba en esto cuando hace unas semanas, en una de las misas de 7:00, el fantasma de Palacio se quejaba amargamente de que apenas tenía defensores en la prensa de opinión (“Ya sé que ustedes no aplauden”, se quejaba alguna vez su antecesor). Tres, cuatro articulistas en medios reconocidos, y no muy brillantes ni mucho menos creíbles. No se refería a las redes sociales, donde paga millonadas para atacar a sus críticos, ni a los que sientan en primera fila durante la misa, porque seguramente hasta él es capaz de reconocer la abyección de estos paleros que nunca alcanzarían las glorias de un Manuel Medel, patiño de Cantinflas en las carpas populares.
Lo imaginaba armado de un hisopo del que saldrían fragmentos de sus discursos, apuntando a todos los rincones de Palacio, para exorcizar la realidad mediante admoniciones cada vez más severas, pero cuyas palabras rebotan en las piedras centenarias de ese refugio donde se resguarda de un mundo que no lo comprende. Porque sucede que se ponen al descubierto cada vez más sus trucos, que se ven los alambres que intentan vender la magia que una vez alcanzó.
El público no aplaude, espera el próximo acto, para ver si entonces cuaja, mientras él se cubre con un manto de palabras que ya no significan nada, porque no son capaces de afincarse en lo que todos ven, es decir el fracaso que se ve por todos lados, excepto en Palacio.
Y sí, extraña, cómo no, a alguien que explique su discurso, lo justifique para que vuelva a permear entre sus amados solovinos. Porque lo escuchan, pero ya no le creen. La enorme cauda de mentiras diarias empieza a cobrarle la factura. Todos ven ya el elefante que él niega, y cada vez más le cuesta negarlo. Es claro que no se puede gobernar con discursos. Hace ya muchos años que la palabra presidencial era sinónimo de realidad. El voluntarismo no es suficiente, porque las necesidades son apremiantes y no obtienen respuesta. Ni siquiera promesas para atemperar la desesperanza, ni una palabra solidaria con qué enterrar a los muertos.
Tenemos, sí, un manto de palabras que nos cubre todo el día, con sermones matutinos, vespertinos (de moda, se les llamaba) y nocturnos, como las viejas funciones de cine de nuestra infancia. Programas dobles, y hasta triples, con funciones que por desgracia no muestran estrenos, sino sólo la reiterativa función que quiere hacernos creer que vivimos el mejor de los mundos.
Y los patiños son de pena ajena, y no debe extrañarnos si empieza a circular por Palacio aquel grito doloroso de la madre que clamaba por sus muertos tras la caída estrepitosa del imperio de los aztecas. Sí, ese de ¡Ay, mis hijos!, porque éste, como aquel planeado para durar mil años, también se cae a pedazos y, como el que imaginaba la guerra desde su búnker, tampoco éste quiere admitir que perdió la guerra. Es decir, su guerra.