Nuevas tecnologías para fiscalizar
Hace 67 años, en junio de 1954, Andrés Iduarte fue cesado de la Dirección General del INBA por “comunista”, en uno de los más tristes episodios del macartismo mexicano.
¿Su crimen? No haber impedido que la bandera soviética fuera colocada sobre el féretro de Frida Kahlo que se velaba en el vestíbulo del palacio blanco.
Miles y miles de mexicanos se arremolinaban en los alrededores del recinto para dar el último adiós a Frida. Los homenajes se multiplicaban a lo largo y ancho de la nación. En todo el mundo había muestras de dolor por la muerte… pero en el Estado fermentaba la sospecha y el incordio.
Iduarte no atendió las instrucciones oficiales. Se mantuvo fiel a sus convicciones y respetó la decisión de los deudos y seguidores de la artista. La hoz y el martillo cobijaron el féretro.
Entonces, a unas cuadras de distancia, desde su despacho en Palacio Nacional, el Señor Presidente dio un manotazo y ordenó ajusticiar al escritor. Ninguna doctrina exótica entraría en pugna con los principios de su administración.
¿No piensas como yo? ¿Tu mirada del mundo desentona de la mía? ¡Te condeno a la muerte civil!
Iduarte hoy sería candidato a la hoguera en la que deben arder los intelectuales disidentes del oficialismo.
Dice Leonardo Ffrench Iduarte de su ilustre antecesor que fue “un mexicano más conocido y reconocido en el extranjero que en su propio país”. Tiene razón.
¿Por qué permitimos que la memoria de este gran mexicano se diluyera? ¿Fueron sus largas ausencias? ¿Fue la osadía de decir lo que pensaba y de mantener una postura independiente cuando estos eran pecados civiles?
El tabasqueño es uno de esos escritores del que muchos hablan, que tiene menciones en los catálogos y que es citado por la Academia, pero que muy pocos han leído.
Duele el desconocimiento entre los jóvenes porque la literatura de Andrés Iduarte es un espejo en el que, más allá de la época, se puede ver reflejada la juventud.
Iduarte dio inicio a su producción literaria muy joven. Era profesor de la Escuela Nacional Preparatoria a los 23 años y por la misma época director de la Revista de la Universidad de México.
Se dice fácil, pero tuvieron que ser muchas las credenciales académicas, literarias y de conocimiento para que un joven de esa edad pudiera echarse a cuestas responsabilidades de tal naturaleza.
Antes de los 30 ocupó cargos públicos, encabezó la Secretaría Iberoamericana del Ateneo de Madrid y ya había escrito El libertador Simón Bolívar (1931), Homenaje a Bolívar (1931) y El problema moral de la juventud mexicana (1932).
Iduarte no sólo es un ejemplo de disciplina sino también de energía y actividad, pues las tareas de carácter público no disminuían su creatividad ni su prolijidad como escritor.
Hizo literatura no gracias a los años, sino gracias a una intensa vocación por observar, por no dejar escapar el más mínimo detalle, o quizá estaría mejor decir, por aprovechar muchos detalles que convertía en textos frescos y reveladores de la vida de esa época, pues como señala el mismo autor, es la “imagen que un adolescente recogió en el rescoldo de la Revolución Mexicana”.
Me inclino a pensar que esta perspicaz combinación del punto de vista personal con el análisis histórico bien conceptuado tiene sustento en su larga trayectoria periodística.
Una parte importante de la producción de Iduarte son sus escritos sobre la Revolución Mexicana, etapa sobre la que queda mucho por decir, pues en esta gesta descansan buena parte de los cimientos que sostienen nuestra cultura nacional.
Los ensayos de Iduarte son citados hoy con frecuencia porque no han perdido vigencia. Su manera de escudriñar en el espíritu mexicano que se construyó con la nueva idea de nación surgida de la Revolución Mexicana ofrece hoy importantes luces sobre este episodio.
Así como se dice que los indígenas llevaron a cabo la Conquista y los españoles la Independencia, la Revolución Mexicana es obra del mestizaje, lo que tocó e impregnó las fibras más sensibles de la nueva nación mexicana.
Andrés Iduarte reflexionó ampliamente sobre el nuevo concepto de identidad que se haría presente en los distintos ámbitos de la vida mexicana, incluida por supuesto, la cultura.
Estas razones son más que suficientes, aunque haya muchas otras, para regresar a su obra, tan vigente como cuando se encontraba entre nosotros.
Pero quizá sea su independencia intelectual, moral y espiritual el ejemplo a recuperar.
“Cuanto pensé lo dije, cuanto dije lo sostuve”, escribió el autor de Un niño en la Revolución mexicana. Y por lo mismo se dolió de “la censura patriotera” a la que enfrentó sin jamás vacilar.
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