Ráfaga
La histórica y tradicional -pero jamás suficientemente solemne- política mexicana nos recuerda que previo al proceso de asunción de candidatos a puestos de elección popular (o de designio partidista) hay un singular momento de malabares: ciertos personajes descuellan de entre la masa gris del partido o de los funcionarios y comienza un ir y venir de pasos nerviosos en pasillos y oficinas de gobierno, así como un incesante cuchicheo de nombres y metonimias que hablan ‘de lo que se habla’ o que nada más siembran ‘habladas’.
Nos recuerda el periodista José Alvarado Santos que en este proceso hay ‘tapados’, ‘amarrados’ y ‘quemados’. Los primeros parecen ya pertenecer al siglo pasado; aunque, como dice el refrán: ‘El amor viejo y el camino real nunca se dejan de andar’. Y si hay algo de amor en la política mexicana es a esa ritualidad de ancestral éxito.
Si bien se trata de una práctica atávica, no hay que menospreciar la eficiencia del ‘tapadismo’. Se trata de una sutil coreografía milimétrica y cronometrada en sus movimientos. Comienza siempre con una exhibición discreta y circunspecta de los ‘suspirantes’; de esos singulares personajes ardientemente disciplinados al régimen que -entre el infinito papeleo y tediosas reuniones de gabinete- de pronto han escuchado el susurro de la Patria invitándoles a responder al oficio máximo, a la última renuncia de la mundanidad, a dejar de pertenecerse para entregarse en cuerpo y alma al ingrato servicio de una Nación atribulada. Como sea, éstos casi siempre responden: ‘Que no sea mi voluntad sino la del partido’.
El segundo acto involucra a ‘un peso pesado’ del gobierno o del partido que no es el tapado. Este personaje no puede ser el presidente que ya estará haciendo de rey Berenguer sino un noble heraldo, de todas las confianzas de la corte, que anuncia ‘el dedazo’ y la esperada revelación de ‘El Bueno’. Este episodio tiene dos partes: la pública (que en realidad es la segunda), donde el resto de suspirantes cierran filas entorno al ‘destapado’ y lo llenan de resignados elogios; y la privada (que al final se ventila años más tarde en memorias y anecdotarios de viejos operadores), donde se dan malas noticias y se reparten promesas al resto de los anhelantes.
El tercer acto sintetiza la metamorfósis del elegido en candidato, gana de dos a cinco centímetros de estatura y comienza a dar y repartir a lo grande, aunque siempre dentro de los márgenes de lo que se conoce como ‘operación cicatriz’.
En esa parte de la obra no se puede sentir pena por quienes quedaron en el camino, ellos también evolucionan de ‘suspirantes’ a ‘amarrados’. Son, en realidad, la red de seguridad del candidato. Mientras esté atado y bien atado el acuerdo transexenal con ellos, no hay viento que despeine a nadie. Claro, nunca falta aquel inquieto que no obedece a los signos de los tiempos y sale a cantar desafinado ‘El hijo desobediente’; pero el ritual -pura sabiduría ancestral- le tiene su lugar reservado: el ennegrecido panteón de ‘los quemados’, los que no sólo se movieron de la foto sino que andaban robando cámara. Dirán que el tiznado se lo ha ganado; pero no siempre es así, hay verdaderos mártires de la política, víctimas solas de su inmensa inocencia.
En los últimos veinte años, esta ancestral danza ha sido reinterpretada básicamente desde la debilidad e indisciplina de cada régimen. En el fondo, nunca dejaron de existir los tapados ni los quemados; sólo los ‘amarrados’ salieron de la ecuación y con ellos terminó la simulada estabilidad pero también se hicieron más complejas las componendas.
Hoy nos encontramos en los liminares de la campaña presidencial del 2024; parece demasiado temprano pero la lógica indica que siempre es tarde cuando hay un solo destino. El régimen, debemos admitir, goza de salud política (otra cosa es la eficiencia administrativa); pero la robustez en la complicidad entre el partido y el gobierno obliga a pensar cómo continuará esta contienda que no sólo se juega el solio de poder sino la trascendencia del proyecto político. Dice el clásico que si es difícil ganar, más díficil es cuidar.
Podrán llamarlas ‘corcholatas’ pero todo parece indicar que nos encontramos en el primer acto de la tradicional sucesión presidencial. Por ahora, sólo hay saludos y sonrisas, hay pequeñas batallas para aparecer y lucir en los espacios públicos. Pero vendrán las tormentas y, si llega a faltar la disciplina siempre habrá quien imponga el chitón.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe