El agua, un derecho del pueblo
Lázaro Cárdenas murió el lunes 19 de octubre de 1970. Curiosidades de la historia: en esa misma fecha 25 años antes, falleció su mentor distanciado, Plutarco Elías Calles. Y en la misma, 55 años atrás, Elchamaco y el Jefe Máximo se conocieron en Sonora, el mismo día en que el gobierno de Estados Unidos reconoció al gobierno de Venustiano Carranza.
Conmemoramos el 52 aniversario luctuoso de un estadista al que muchos políticos mexicanos se han querido equiparar, pero cuya sombra ha sido demasiado pesada. ¿Alguien registro algún fasto oficial hace tres domingos?
Con sus diferencias y afinidades, Calles y Cárdenas fueron de la misma semilla de la que germinó el México que hoy conocemos: el primero condujo con mano de hierro el camino de un país salido de la guerra civil y el segundo condujo con mano de hierro el camino de un país hacia la institucionalización. Uno no se explica sin el otro.
El General misionero, como lo llamara Krauze, nació en 1895 en Jiquilpan, Michoacán. Pertenece a una extraordinaria época de la historia de México, que tiene en su nómina nombres como los de Calles, Obregón, Zapata, Villa, Alvarado, Ángeles, Vasconcelos, Caso, Siqueiros y muchos más que habrían sido gigantes en cualquier circunstancia. Una época de grandes cambios cuyo sendero lleva del México semifeudal hacia el México moderno.
Cárdenas fue un hombre genial y primigenio cuya vida pública estuvo montada, según la perspicaz observación de Cosío Villegas, “no sobre el diamante de la inteligencia, sino en el macizo pilote del instinto”. Supo convertirse, “por instinto, por convicción, pero asimismo por habilidad política”, en la “conciencia de la Revolución Mexicana” y durante los 30 años posteriores a su salida del poder su prestigio fue en ascenso.
Desde joven llamaba la atención por su carácter reservado y meditativo bajo el cual albergaba grandes esperanzas. En un diario iniciado a mediados de 1911 consignó: “Creo que para algo nací […] Vivo siempre fijo en la idea de que he de conquistar fama. ¿De qué modo? No lo sé”.
En 1913 inicia su vida militar al lado del general Guillermo García Aragón como escribiente de su estado mayor. En 1915 conoce a Plutarco Elías Calles y entre ambos militares nace una corriente de simpatía. El antiguo profesor de primaria, siempre a la búsqueda de discípulos, apoda “Chamaco” al teniente coronel necesitado de un reemplazo para su padre muerto.
Su amor a México tenía raíces profundas fortalecidas en la ausencia de apetitos de poder y dinero. ¿Un Cincinato? Así se antoja. Al estudiar su vida aparecen todas las virtudes atribuidas a Lucio Quincio Cincinato: rectitud, honradez, integridad, frugalidad y ausencia de ambición personal.
Fue un luchador eficaz e implacable. Y un sobreviviente. En la historia postrevolucionaria de Méxicola figura de Lázaro Cárdenas tiene proporciones casi míticas: revolucionario, perfeccionador del sistema político mexicano, expropiador del petróleo, centinela de la Revolución, agrarista y sindicalista, Tata Lázaro, santificado por unos y criticado por otros.
No es fácil recuperar la esencia telúrica de un hombre que ha adquirido dimensiones epónimas. En el caso del general Cárdenas la dificultad se acrecienta por lo polifacético de su vida pública -y lo hermético de la privada- ya como militar, ya como gobernador de Michoacán, ya como presidente y a lo largo de los años como figura siempre presente en el México moderno… presente como una conciencia.
Cárdenas se formó en la universidad de la vida, pero era un hombre de una clara y abierta inteligencia que reconoció y se cobijó en la influencia intelectual de otros, como su amigo, correligionario y mentor, Francisco Mújica, quien lo introdujo a autores como Marx, Le Bon y Mirabeau.
Y si debió abandonar tan joven las aulas -pues la escuela en Jiquilpan llegaba sólo hasta el cuarto grado-, durante el resto de su vida fue un lector voraz que fatigó las bibliotecas y bebió desde poesía hasta geografía, y particularmente la historia de México y de la Revolución francesa.
Quizá su rasgo sobresaliente, aquello que lo diferenció y le permitió alcanzar la cumbre del poder, fue una descomunal intuición política y una formidable capacidad para entrar en sintonía con la masa.
Cárdenas pudo mantenerse a flote sobre el escurridizo y pantanoso suelo político de México porque tuvo las cualidades del tezontle: porosidad y dureza. Por ello la permanencia, al día de hoy, de la figura de Tata Lázaro. Sin embargo, y quizá por razones parecidas pero en sentido inverso, el cardenismo trascendió como lema de la revolución mas no como doctrina para la construcción del país que soñaron los constituyentes de 1917.
Uno de los méritos del cardenismo fue recuperar la autoridad política y administrativa de la Presidencia, casi desaparecida por la guerra civil que dividió tanto a las fuerzas políticas como a los sectores económicos en ascenso.
A lo largo de su carrera militar y política, Cárdenas no vaciló en tomar medidas radicales cuando fueron necesarias y las circunstancias le eran favorables, aunque también podía mantener una estoica paciencia en la adversidad.
Sobresale su inclinación a seguir sus propios instintos e ir en contra del “sentido común” político prevaleciente -lo que hoy llamaríamos lo “políticamente correcto”- cuando lo juzgaba necesario.
La legalización del Partido Comunista y el asilo a Trotsky pese a la oposición de grupos empresariales y conservadores, la reforma agraria que no hizo excepción de las tierras en manos de extranjeros y de prominentes revolucionarios, la educación socialista, el apoyo al uso de la huelga como herramienta de negociación en el ámbito empresarial, la expropiación de las petroleras extranjeras y –particularmente simbólico- el exilio del Jefe Máximo Plutarco Elías Calles y el desensamblaje y reconfiguración del partido político de Estado fundado por este caudillo, son ejemplos de ello.
La de Cárdenas es la memoria política más viva después de la muerte, reencarnada en obras públicas, en escuelas, en poblados, en corrientes electorales y como sinónimo de tiempos políticos mejores.
Parafraseando a Pericles, del General podría decirse que tuvo como tumba el territorio nacional y que su recuerdo pervive grabado no sólo en un monumento, sino, sin palabras, en el espíritu de cada mexicano.
A la distancia es posible decir que el General fue fiel a sí mismo. Durante su sexenio dio a la Presidencia un aura eclesial: creía en México como San Agustín creía en Dios y guardaba una devoción talmúdica a la Constitución y a las leyes del país, pero al mismo tiempo era un populista carismático que asoció a las masas trabajadoras en la tarea política de transformar al país -dejándolas de ver como dóciles y manipulables rebaños- y las puso al frente de la lucha por sus intereses de clase y la edificación del nuevo Estado, pero no colocó en la mesa de debates decisiones políticas clave como la expropiación o el desmantelamiento del Maximato, medidas personalísimas nacidas de una singular capacidad para leer las circunstancias económicas, políticas y sociales del momento, lo que los modernos analistas llaman el Zeitgeist.
Al estudiar la trayectoria de este hombre singular, no deja de asaltarme la
sensación de que el General fue fundido en bronce por generaciones políticas que se apresuraron a transformarlo en reliquia para el museo de la Revolución, deslavando la sustancia de un modelo de gobierno y una conducta política que, con todas las críticas que se le puedan o quieran hacer, tuvo siempre como principios el bien común y no el provecho personal; el interés de la nación y su defensa inteligente y no el entreguismo; la justicia para las mayorías y no el favor a los pocos. ¿De cuántos gobiernos desde 1940 se puede decir lo mismo?
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