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Nezahualcóyotl, 2 de agosto, 2017.- Bajo el puente de Boulevard Aeropuerto que atraviesa la calzada Ignacio Zaragoza, en la monstruopolis chilanga, la gente se aglomera. Gruesos goterones se desprenden de las nubes negras que presagian tormenta que ya es, ya está aquí: inicia la pesadilla para los habitantes del profundo Oriente mexiquense que retornan del trabajo y pretenden volver a sus hogares.
No son pocos los orientales y bajo el puente buscan guarecerse, al tiempo que aguardan la pecera o microbús que los acercará a su destino. Si la tormenta es igual o peor por allá, el tiempo de recorrido se les duplica, y el costo del pasaje también. Ya de por sí es caro. Y existe el riesgo de que el servicio se suspenda gracias a los deslaves que las lluvias suele ocasionar.
Las penas, con pan son buenas, dice el refrán. Y Edith hace lo posible porque sea realidad. Solo que en vez de pan encuentra su vicio: papas y churritos fritos con los que acostumbra entretener el hambre. En la banqueta, bajo el puente, abundan los puestos: de churros, papas, refrescos, panecillos de la marca del osito obeso…
Las frituras son el vicio de Edith, a quien ya le diagnosticaron en el Centro de Salud obesidad mórbida. Sus 150 kilos de peso no mienten: cuando ingresa a la unidad, se adelanta a cualquier reclamo por parte del conductor: le pago dos asientos, dice y extiende los treinta pesos. Mientras el resto de los pasajeros sube, ella se acomoda e inicia la masticación de papas y churritos, bañados con abundante salsa Valentina, la que le fascina.
Crujientes, las frituras ingresan y Edith (nombre corto para tan tremenda humanidad) mastica con parsimonia; de su bolso saca un limón, con los dientes muerte un extremo y aplica jugo a la bolsa de papas y a la de churritos. Imposible ignorarla. Peso y talla de tal calibre se nutren de papas y churritos que el fritanguero extrae con tenazas de un cazo que rebosa aceite hirviente, requemado; su ayudante introduce en los productos en la bolsa de plástico traslúcido, agrega sal en abundancia y salsa envinagrada que caló profundo y llegó para quedarse en el paladar popular.
Edith sobrepasa las dimensiones de las gordibuenas del escultor colombiano Botero. Sobrepasa el logo de las llantas Michelin. Acumula lonja sobre lonja, y más lonjas. Pero ella no puede sustraerse a su pasión. Ni a las quesadillas que antes de llegar a casa ofrece su vecina. Ni a un pambazo con papas, crema y lechuga que ya Rosalía le tiende apenas la ve llegar, “para que adelantes piensas se fríen tus quesadillas”.
¿Una Coca Cola para pasar bocado, Edith? Nos la echamos; de 600 mililitros, plis, ordena. Cuando Edith desciende la combi se balancea como barco camaronero en alta mar. Los amortiguadores padecen y sus compañeros de asiento por fin respiran a sus anchas.
Los demás pasajeros se miran y sonríen, dan las buenas noches a Edith, que ya extiende la mano para recibir su orden de tres tacos de suadero, con cebollitas y mucha salsa verde, plis. Y unas hojitas de pápalo, rodajas de rábano y de pepino en abundancia. Solícito, el taquero de la esquina acata.
El Roñas, perro de la familia, corre a su encuentro hasta el puesto de Rosalía. No falta el parroquiano que le convide un pedazo de tortilla. Mientras Edith engulle sus quesadillas, el Roñas se echa a sus pies, ya liberados del calzado que los aprisionaba, y cariñoso los lame. Ay, ya no aguantaba los pies, suspira. Pues a descansar, manita, que mañana será otro día.
Cuando se marcha, uno de los comensales no evita el comentario: -Si los pies hablaran, dirían que ya no la aguantan a ella. -Sí, pobrecita -asiente Rosalía-, pero viera que buena clienta es. Y muy trabajadora. Para pagarse el vicio. La lluvia amenaza.