Poder y dinero/Víctor Sánchez Baños
El Coloso de Lampazos
“Los periodistas no somos vanidosos … pero nos gusta escribir acerca del oficio”.
Bizarra expresión, sin duda, aunque algunos la juzgarán pretenciosa, aderezada con el toque jactancioso de los viejos reporteros.
La escuché por primera vez hace ya muchos años, en la penumbra de aquel recinto sagrado, “El Nivel”, en donde mi maestro Pancho Liguori presidía sobre la cofradía de Los Nivelungos.
Yo me llegaba al lugar cada vez que podía. Entre los ocres olores apenas contenidos por capas de suave aserrín y el bullicio de quince mesas y una barra, se recibía mejor cátedra que en la clase de literatura hispanoamericana que el epigramista debía impartir en un desangelado salón del tercer piso de la Prepa Dos a dos cuadras del recinto, cita a la que poco concurría.
“El Nivel”, lo habrán adivinado, fue una cantina del centro histórico defeño. Estuvo en la Calle de la Moneda y ostentaba, cual orgulloso blasón, la licencia número uno de la ciudad. Era el lugar favorecido por los bachilleres del barrio universitario inficionados por el virus de la literatura y la poesía. Ahí cazábamos a los escribidores que escapaban de las redacciones para solazarse en el espíritu del oficio entre el grupo de los nivelungos que mi profe pastoreaba amorosamente.
Lamentablemente “El Nivel” fue cerrado por las autoridades del oficialismo cultural convencidas de que esos recintos corrompen a la juventud. Y aunque la conducta criminal de tal burocracia fue denunciada en su momento por el llorado autor de Por mi madre, bohemios en un intento de justicia poética, el puño cayó sobre el escritorio y las puertas de la taberna cerraron. Hoy es una “casa de cultura” de la UNAM que no despierta el interés ni de estudiantes ni de paseantes del viejo barrio universitario.
Aquella tarde en que me iluminó la frase con que inicio este JdO, encontré a mi maestro en el rincón del salón departiendo con un hombrón de espeso bigote y acento norteño.
Como Liguori, vestía traje y corbata. Como Liguori a esas horas, tenía facha de cama destendida. Como Liguori, había olvidado que en un salón de la Prepa Uno bostezaban unos muchachos en espera de su clase.
Se llamaba José Alvarado. Me miró de pies a cabeza. Puso entre mis manos un vaso con una porción de Victoria cuando el profe me presentó como uno de sus alumnos favoritos y me sentó a la mesa.
Fue una velada inolvidable que se prolongó hasta que volví a pie a la casa de huéspedes de La Ribera de San Cosme, mareado y con el corazón cerca de las estrellas.
Si cierro los ojos puedo revivir el cuadro: Pepe Alvarado, con un fajo de cuartillas agitadas en la mano derecha, como si quisiera enviarlas volando a la revista Siempre! –en donde las esperaban desde horas antes-, rugiendo: “¡Muchachito…! Los periodistas no somos vanidosos… ¡Debemos ser eficaces!”
Eso fue en 1967 y creo que fue cuando el feroz virus del periodismo me inficionó, para tristeza y alarma de mis padres.
Pepe seguiría iluminando a los lectores hasta su muerte en septiembre de 1974. Manuel Buendía, Paco Martínez de la Vega y José Emilio Pacheco ensalzaron sus textos como ejemplos del estilo al que debemos aspirar todos los periodistas.
Conmemoramos, pues, cincuenta años de ausencia del Coloso de Lampazos. La Universidad Autónoma de Nuevo León, de la que fue rector en un periodo aciago -que por respeto a su memoria no quiero hoy recordar-, editó la recopilación Imagen de reportero. Me llenó de alegría encontrar aquel apotegma reproducido en las memorias del evento, y confirmar lo que alguna vez me dijo Edmundo Valadés de Pepe Alvarado:
“Su estilo –es decir, su personalidad- es de los que trascenderán.”
De su pluma es la siguiente confesión:
“Alguna vez, si la vida me deja, escribiré algunas cuartillas para narrar mis recuerdos de periodista. Debo a este oficio momentos de suprema belleza y gracias a la profesión, escogida desde mi adolescencia y todavía con los libros bajo el brazo, he podido recorrer la mitad del mundo y tener entre mis amigos a hombres de todas las razas y de un gran número de lenguas. Ser periodista me ha permitido realizar algunos de los mejores sueños de mi juventud y conocer a varios de los seres superiores de mi tiempo; jamás, por otra parte, ha sido la amargura huésped dilatado en mi alma.”
La investigadora Anna Pi i Murugó reseñó el aspecto literario de Pepe a partir del contenido de Tiempo guardado. Cuentos y novelas cortas:
“En la obra de José Alvarado destacan tres géneros: los textos y artículos periodísticos, los ensayos y la prosa, principalmente los cuentos que conforman este volumen.
“Si en los dos primeros apartados podemos rastrear la situación política y social de la época, que de manera satírica y cáustica nos presenta el autor, en los cuentos y novelas cortas se ofrece una visión amarga de la vida y desfilan personajes solitarios, fracasados, abandonados, situados mayoritariamente en un ambiente urbano y hostil.
“A través de El retrato de Lupe, Plácido sin reloj, El retrato inútil, El retrato muerto, Memorias de un espejo y El personaje, descubrimos a un escritor que, si bien fue muy reconocido por sus reportes periodísticos, no se le premió en vida la gran calidad que también ofrecen sus textos de mayor creatividad personal.
“Aunque José Alvarado fue contemporáneo y amigo de escritores tan conocidos como Octavio Paz, Carlos Fuentes, Alí Chumacero, Carlos Pellicer y Abel Quezada, entre otros, nunca buscó la edición de sus obras o la competencia estilística con ellos […]”
José Alvarado estuvo ligado al periodismo desde su etapa juvenil y estudiantil. En Mis cuarenta años en el periodismo cuenta que publicó su primer escrito en un periódico en octubre de 1926. Se trataba de una revista estudiantil, Rumbo, con un tiraje de trescientos ejemplares, editada en Monterrey por un grupo de alumnos del Colegio Civil.
En la ciudad de México fortaleció la vocación. Editó la legendaria Barandal al lado de Octavio Paz y se forjó una trayectoria como reportero, editorialista, columnista y cronista en diversas publicaciones, particularmente arraigado en Excélsior y en Siempre! Fue corresponsal de guerra en el Medio Oriente y enviado especial a Europa y América del Sur. De sus viajes por África, China y la URSS dejó testimonios entrañables que, al recordarlos cuatro décadas después, pintaba con nostalgia:
“Vale la pena haber visto el mundo con ojos de periodista durante estos cuarenta años. La más fascinante, dramática y febril historia se ha desarrollado sobre el planeta, sacudiendo almas colosales y llevando a cumbres imponderables a gigantes y a pigmeos. La llama de la libertad ha fundido muchas cadenas y el vasto movimiento humano sobre el globo ha superado el de todos los mares. Muchas ilusiones precarias fueron dispersas por el viento, muchas esperanzas de cíclope fueron realizadas y los grandes sueños, fulgurantes, siguen ardiendo. El hombre enamora a las estrellas con mayor eficacia y arrebata sus misterios a los electrones. La mujer es más bella y el niño nace con mayor número de posibilidades.”
José Alvarado se definió a sí mismo, para formular el sentido y la condición del oficio, a través de una yuxtaposición de afirmaciones y oposiciones. Él mismo es referencia por el bagaje acumulado:
“Los periodistas, según nos place creer, no son migaja de soberbia, estamos curados de vanidad literaria o política; el trabajo nos inmuniza contra la solemnidad o almidón académico. No se conoce el origen, o tal vez resulte ilusorio, pero es uno de los gremios en cuyo seno dura más la juventud, quizá por la necesidad de ver al mundo y la vida todos los días y encontrarlos, pese a todo, como objetos recién hechos o regalos con la envoltura acabada de romper. Hay, claro está, el accidente: desfile de miserias humanas y feria de títeres vestidos, según el caso, de Robespierre con traje adquirido en Laredo, Texas; Casanova de chaqueta prestada; Talleyrand de Pungarabato o Fouché de Cieneguilla; bueno, hasta de Kissinger de Santa María la Redonda. Pero todo enseña y tiene algún grano de sal.”
De igual modo ocurre en el artículo “Imagen del reportero”:
“Ardua, pero bella, fascinante, la tarea del reportero. Quien lo ha sido una vez, no dejará de serlo nunca. Se trabaja, a veces, al filo de la madrugada, en los rincones más sombríos de la noche, en medio de la luz de mediodía o en la hora violácea del crepúsculo. El mundo ofrece así todos sus aspectos, el hombre todos los escondrijos del alma. El reportero transforma en tinta todos los jugos de la vida, da aliento a los números e infunde espíritu a las palabras.”
José Alvarado nos recuerda que la vida es la materia de periodismo y que hay que servirse de la realidad para convertir en escritura todo lo que ocurre, en una labor fundamentada en honestidad, voluntad para una preparación constante y sensibilidad.
Como el escritor británico-trinitense V.S. Naipaul, Pepe Alvarado fue un creador que cerraba las cortinas de las ventanas de su casa por que le angustiaba ver tantas historias pasar frente a ellas sin que pudiera consignarlas.
Para fortuna de nosotros, su obra no es de las que descansan en paz.