Humberto López-Torres/ Especial Quadratín Tlaxcala
El PNR, su primera convención y la última rebelión.
No fue un inicio tan terso como muchos –entre ellos el general Calles– hubieran querido. Apenas siete meses antes el asesinato de Obregón había dado lugar a que el jefe máximo, en su último informe presidencial propusiera pasar de una vez por todas de la condición histórica de “país de un hombre” a la de nación de instituciones y leyes.
Así, el 1º de diciembre de 1928 se expidió el manifiesto que convocaba a la creación del Partido Nacional Revolucionario, organismo que debería ser de ahí en adelante el disciplinado lugar donde la “familia revolucionaria” dirimiera sus diferencias y seleccionara a sus candidatos.
La primera Convención Nacional del naciente partido se celebró en Querétaro tres meses después, el 4 de marzo de 1929 (este lunes hará ochenta y nueve años). La consigna callista (como ahora) era clara: los delegados debían pronunciarse en favor del ingeniero Pascual Ortíz Rubio como el candidato del PNR a la Presidencia de la República.
Pero aún antes de concluir la convención un grupo de generales y civiles obregonistas se pronunció en rebelión bajo el llamado Plan de Hermosillo; llamó a Plutarco Elías Calles “el judas de la Revolución Mexicana” y lo acusó de usar al PNR para perpetuarse en el poder a través de la nominación de Ortíz Rubio, exgobernador de Michoacán y carente de toda fuerza propia.
Se sentían irritados, ofendidos, lastimados; habían sostenido la candidatura de Obregón en busca de posiciones e influencia, además les disgustaban las medidas de profesionalización del propio ejército, impuestas por el gobierno de Calles a través de su Secretario de Guerra, Joaquín Amaro, que habían lesionado autonomías (cacicazgos militares) locales y sueños de independencia de jefes pertenecientes todavía a la camada directa de la guerra civil.
Los inconformes apoyaban al prominente obregonista Aarón Sáenz, joven industrial, prototipo de la naciente burguesía concesionaria la cual (según Lorenzo Mayer y Héctor Aguilar Camín en su estudio A la sombra de la Revolución Mexicana) habría de llenar con sus negocios y sus emporios protoindustriales los años del capitalismo bárbaro mexicano.
Tras el Plan de Hermosillo se fueron treinta mil efectivos y un tercio de la oficialidad activa del ejército, encabezados por Jesús M. Aguirre, jefe militar de Veracruz; Gonzalo Escobar, de Coahuila; Fausto Topete, gobernador de Sonora; Marcelo Caraveo, de Chihuahua; Francisco R. Manzo, jefe de operaciones en Sonora; Roberto Cruz, de Sinaloa; Francisco Urbalejo, comandante en Durango y toda la armada. El alzamiento alcanzó a implantarse en diez estados: Sonora, Sinaloa, Durango, Coahuila, Nayarit, Zacatecas, Jalisco, Veracruz, Oaxaca y Chihuahua pero careció de duración y verdadero arraigo.
Tal aventura (que no fue otra cosa), con ribetes caricaturescos y conocida como la rebelión ferrocarrilera y bancaria, se redujo a que los alzados “cogieran el dinero de los bancos, emitieran proclamas desde ciudades fronterizas quejándose de haber sido engañados, y se retiraran hacia Estados Unidos destruyendo a su paso las comunicaciones ferroviarias”.
El gobierno contaba con la lealtad de la Fuerza Aérea y con los contingentes armados de obreros y cinco mil agraristas. La batida sobre los rebeldes incluyó el uso de los primeros bombardeos aéreos en la historia de México, con asesoría y proyectiles norteamericanos. Para fines del mismo marzo el general Juan Andrew Almazán había recuperado Chihuahua mientras que Lázaro Cárdenas avanzaba sobre el occidente por Jalisco, Nayarit y Sinaloa recuperando esos territorios con relativa facilidad. A ello siguieron las rendiciones y deserciones en cascada.
La última rebelión militar del México moderno arrojó un saldo, según el gobierno, de catorce millones de pesos gastados en la campaña, veinticinco millones perdidos en las vías férreas destruidas, saqueos de bancos en varias ciudades y dos mil muertos. Aguilar Camín y Lorenzo Meyer consideran que a pesar de ese saldo, lo ganado fue un nuevo descabezamiento del ejército y la consolidación de un nuevo pacto político que ponía el acento en la negociación dentro de la familia revolucionaria, no en la conspiración ni las pulsiones golpistas de los jefes militares.
La asonada escobarista (como se ha dado en llamarla) dio también lugar a uno de los ejes históricos del pacto social contemporáneo mexicano: la institucionalización del ejército y la segregación del modelo décimonónico de la revuelta y el golpe militar como expediente del acceso al poder en nuestro país.
Y concluyen los dos historiadores que al final, cuando el polvo se asentó había menos generales veteranos y más disciplina en el ejército.
A ochenta y nueve años de su fundación los choznos de don Plutarco, como los llama Jairo Calixto Albarrán en Política cero, parecen haber aprendido la lección histórica; ya no se lanzan a la insurrección armada; ahora (y cada vez con mayor frecuencia) aparecen en el PAN, en el PRD o en Morena. Aprendieron, ni duda cabe.