Alumnos de la Orquesta Sinfónica Infantil llenan de espíritu navideño
Héroe de tres guerras, liberal, como pocos, más que comprometido, con vivencias en la guerrilla, en combates formales y experiencias de gobierno y legislativas, Porfirio Díaz llega en 1776 a la Presidencia de la República con una aureola de leyenda.
Díaz abrigaba la convicción de haber sido él y no Juárez el artífice de la victoria. Victorias sobre los conservadores y luego sobre la intervención. Juárez, en cambio, piensa que el triunfo ha sido más de las ideas que de las armas.
Al margen de su genio como guerrillero y como soldado, Porfirio mostró insubordinaciones ante sus superiores. Al inicio de la intervención francesa refrenda su carácter rebelde frente a cualquier superior pues en la batalla del 5 de mayo toma la iniciativa, desobedece a Zaragoza y es factor importante en la victoria. En lo político ocurre lo mismo. Al reelegirse Juárez se lanza como candidato independiente pero pierde la elección; alega fraude y encabeza la rebelión de La Noria, en la que hilvana derrota tras derrota.
La muerte de Benito Juárez lo sorprende amnistiado pero así se lanza a una nueva e infructuosa candidatura, pues la presidencia le corresponde a Sebastián Lerdo de Tejada. Lanza su Plan de Tuxtepec y triunfa finalmente con la batalla de Tecoac, aunque el presidente de la Suprema Corte, José María Iglesia reclama, con la ley en la mano, la presidencia para sí.
Pero para Díaz, según el historiador Enrique Krauze, la legalidad es una cuestión de pastelería” y el poder cuestión de armas. Asume la Presidencia proclamando que nadie puede ni debe perpetuarse en ella.
Con él tocaba a su fin, añade Krauze, la era del progreso político –la era de Juárez– para dar lugar a la era desigual y paradógica del progreso material –la era de Díaz–.
En los 35 años de su régimen, contando los 4, de 1880 a 1884, en los que puso en el poder a su compadre Manuel González para que éste a su vez lo repusiera a él, Porfirio Díaz corrompió al Legislativo y al Judicial poniéndolos al servicio del Ejecutivo; Suprimió los mandos castrenses y mandó a la sombra con privilegios y concesiones, a caudillos y caciques. Cuando alguno de ellos, aunque de manera tímida, simulaba algún conato de insurrección Porfirio Díaz sólo mascullaba: “ese gallo quiere máiz”. Y lo maiceaba.
Para que el país progresara había qué pacificarlo de manera que su política de pacificación fue durísima. Para ello fortaleció un cuerpo armado instituido en tiempos de Juárez. Los Rurales. Se generalizaron las deportaciones de yaquis, de delincuentes comunes y de subversivos hacia Valle Nacional o los campos henequeneros de Yucatán. Las tinajas de San Juan de Ulúa recibieron a muchos de ellos.
Desde el inicio de su gobierno el general Díaz había obtenido, con gran dignidad, el reconocimiento de los Estados Unidos en tanto que su primer Ministro de Hacienda, el viejo imperialista Manuel Dublán pone orden en el erario mediante suspensiones de pagos, ajustes presupuestales, refinanciamiento y supresión de subvenciones. En 1893 Dublán es sustituido por José Ives Limantour quien reconvierte todas las deudas, duplica el valor de los bonos mexicanos en Europa y, por primera vez en la historia, en 1894 nivela los presupuestos.
Para 1870 en Estados Unidos había ya 8 mil kilómetros de vía ferrea, de Texas a Canadá y de Nueva York a San Francisco mientras que México contaba sólo con 638 kilómetros, la única ruta importante era la de México a Veracruz, inaugurada por Lerdo en 1873 y una pequeña red entre varias poblaciones del Valle de México.
A partir de 1884 esa red se extiende hacia toda la geografía nacional; une puertos y fronteras con centros de consumo; comunica a ciudades medias con pueblos pequeños, facilita la comunicación entre todos los mexicanos y crea un comercio interior. A partir del 84 los ferrocarriles crecerían a un ritmo anual del 12 por ciento y para 1910 la red ferroviaria llegaría a 19 mil 280 kilómetros.
De manera paralela se hace crecer la producción agrícola en un 4%; la de exportación al 5.2%; la de uso industrial al 5.8% en tanto que el crecimiento de la industria llegaba al 6.4%. Nace en 1903 la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey; en la industria textil hay 700 mil telares activos y la fábrica de Río Blanco, en Orizaba es la primera que utiliza energía hidroeléctrica.
Una legislación más que generosa impulsó la minería que alcanzó un crecimiento del 7.65%. México llegó a ser el quinto productor mundial de oro; el primero de plata y el segundo de cobre. Y al doblar el siglo las primeras explotaciones petroleras, que en 1901 fueron de 8 mil barriles, pasaron a 8.1 millones en 1910. La inversión extranjera representaba en 1910 las dos terceras partes de la inversión total, calculada en dos mil millones de dólares.
En contraparte, con la publicación de Los grandes problemas nacionales, el analista y crítico del sistema, Andrés Molina Henríquez expone que al mismo tiempo “el positivismo y el liberalismo social propios de la época, hacían lo suyo: uno de cada dos niños moría antes de cumplir un año por tosferina, paludismo, fiebre amarilla o males infecciosos; en 1900 había en el país un médico por cada 5 mil habitantes; a pesar de existir 10 mil escuelas primarias el 84% de la población era analfabeta; las comunidades rurales sufrían el avance, cada vez más agresivo e impune de las haciendas que se apoderaban de sus tierras comunales; y en las plantaciones del sureste la explotación tocaba los límites de la esclavitud. En las ciudades la distancia social seguía siendo casi tan evidente como en los tiempos de Humboldt”.
Así, con toda la experiencia de un hombre de 80 años, Porfirio Díaz no fue capaz de neutralizar la causa de la revuelta de 1910: la falta de democracia. Su tataranieto, el escritor Carlos Tello Díaz estima que su tatarabuelo que tanto le dio a la nación, no supo darle sin embargo lo que madero prometió en 1910: :democracia, ni tampoco lo que Carranza tuvo qué prometer en 1917: justicia” Carlos Tello Díaz añade –sin concesiones– que don Porfirio no supo, no pudo o no quiso resolver de una vez por todas el problema de su sucesión.
Triste partió hacia Veracruz la noche del 25 de mayo de 1911; triste llegó al puerto y doblemente triste, además por el dolor de una postemilla, abordó el Ypiranga.
Durante su estancia en Europa, aunque no se llevó riquezas como tantos dictadores latinoamericanos de su época y de épocas posteriores, no la pasó mal. Vivió sin lujos pero pudo viajar por varias ciudades de Europa, retratarse junto a las pirámides de Egipto y veranear cada año en el balneario de los aristócratas: Biarritz. Disponía de su pensión como expresidente, de otra como general retirado. Además, al hacer el Yipiranga escala en Santander recibió del representante del Banco de Londres y México, sus ahorros en forma de acciones por 1, 500 000 francos, más o menos unos 500 mil pesos. Y contaba además con la riqueza, nada desdeñable, de su mujer, que le permitiría vivir con sus hermanas por muchos años más en el exilio.
En todos lados (para entonces era ya Don Porfirio) era recibido con honores, casi como jefe de estado. Consideró vivir en España, pues su amigo Íñigo Noriega le quiso regalar una finca cerca de Colombres, en Asturias. Salvador Castelló le ofreció poco después una casa con terrenos de cultivo en las afueras de Barcelona. Weetman Pearson, lord Cowdray, el concesionario para modernizar los puertos de Veracruz y Salinacruz y del ferrocarril transísmico en Tehuantepec, le ofreció que viviera en el castillo de Paddockhurst en la región de Sussex en Escocia. Pero el general, quien abrigaba la idea de pronto volver a México, rechazó todas las ofertas y prefirió radicar en Paris.
Su tristeza inicial se acentuaría después de recibir la noticia del cuartelazo de Victoriano Huerta y su sobrino Félix Díaz. Y más al enterarse de que el incendio de la revolución, impulsado por Carranza, se extendía por todo el país¸ con ello se le desvaneció la esperanza de regresar.
El sentimiento de desconsuelo por lo que él consideraba “la ingratitud de sus conciudadanos”, lo llevó por el resto de su vida. Así se lo manifestó, en su cuarto de hotel, al escritos Federico Gamboa: “Me siento herido; una parte del país se alzó en armas para derribarme, y la otra se cruzó de brazos para verme caer”.
Don Porfirio acostumbraba caminar cada mañana, en un paseo largo y sin pausas bajo los bellísimos árboles de la Rue del Bois Boulogne donde habitaba un departamento. El escritor Martín Luis Guzmán, por esos años también exiliado, escribió en el Tránsito Sereno de Porfirio Díaz: “Cuantos lo miraban veían en él, más que el porte de distinción, el aire de dominio de aquel anciano que llevaba el bastón no para apoyarse sino para aparecer más erguido”.
A pesar de que la vejéz fue benévola con él, los años no pasaron en balde para Don Porfirio. Según Carlos Tello Díaz, al final de su vida sufría ataques de vértigo que lo forzaban a permanecer en cama.
Porfirio Díaz había sobrevivido a los viejos guerreros de la Reforma y la Intervención: Manuel González, Vicente Riva Palacio, Luis Mier y Terán, Carlos Pacheco, Pedro Rincón Gallardo, Francisco Mena, Juan de la Luz Enríquez. Había sobrevivido también a sus antiguos adversarios convertidos luego a su causa: Mariano Escobedo, Ignacio Alatorre, Sóstenes Rocha, Carlos Fuero, Ignacio Mariscal, Joaquín Baranda, Manuel Romero Rubio.
Del último gabinete que presidió ya solo podía contar a cuatro de sus miembros: Enrique Creel, que vivía en Los Ángeles; Olegario Molina, en La Habana; José Ives Limantour en París y Leandro Fernández, quien a pesar de la revolución permanecía en la ciudad de México. El resto de sus integrantes había ya fallecido: El primero fue su Secretario de Justicia, Justino Fernández, muerto en 1911 de una ateromancia a los 83 años; Justo Sierra, su Secretario de Educación quien murió en 1912 por un desorden del corazón; Ramón Corral, su Secretario de Gobernación, había muerto también en 1912 de sífilis; Manuel González Cossío murió también en 1912 a los 82 años; Bernardo Reyes había muerto en febrero de 1913 al iniciarse la Decena Trágica; su secretario particular, Rafaél Choussal estaba ya internado sin uso de razón cerca de San Sebastián.
A meses de cumplir los 85 años, Porfirio Díaz permanecía de pié mientras a su alrededor todo se derrumbaba. El 28 de junio, extenuado, ya no quiso salir de su habitación; al día siguiente, a sugerencia del médico, la familia mandó llamar a un sacerdote, el padre Carmelo B lay quien con el hábito de San Felipe de Jesús escuchó su confesión..
Murió en su cama el 2 de julio de 1915 alrededor de las 6 de la tarde.
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A fines de los sesentas o principios de los setentas corrió el rumor de que la familia Díaz había obtenido el permiso presidencial para traer a México los restos de don Porfirio, y que estarían en la parroquia de La Soledad, en Oaxaca. El rumor nunca fue confirmado.. . . pero tampoco desmentido.
De cualquier forma, el carácter privado, (casi clandestino) de la maniobra, (en caso de ser cierta) hace que Porfirio Díaz –en su propia tierra– siga en el exilio.