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Fue el más distinguido de los oficiales que, desde el ejército realista, combatió sin tregua a los insurgentes. Pero además de logros militares destacó siempre por un rasgo común: su crueldad. Lorenzo de Zavala escribió de él que “se distinguió por nueve años por sus acciones brillantes y por su crueldad contra sus conciudadanos”.
“Una estela de sangre fue señalando todos los pasos de su derrotero, escribió Lucas Alamán, severo en demasía con los insurgentes, deslució sus triunfos con mil actos de crueldad y por la ansia de enriquecerse por todo género de medios”.
Su meta desde joven fue llegar a lo mas alto, sin que ningún obstáculo lo impidiese.
Hijo de un rico hacendado español, Agustín de Iturbide nació en 1783 en Valladolid, (igual que Morelos). En su lucha contra los independentistas fusilaba con liberalidad a sus enemigos y a la población civil inocente. Según sus propias palabras, Iturbide gustaba de “colear” insurgentes y a fines de 1814 expidió un bando en el que ordenaba a toda mujer, madre o pariente más próxima a los rebeldes, y que aprehendidas lejos de sus padres, esposos, hijos, o hermanos infidentes “deberían ser diezmadas, quintadas o terciadas padeciendo irremisiblemente la decapitación.. .”
Contra el cura Hidalgo, el odio de Iturbide llegaba a extremos enfermizos. En su obra “Siglo de Caudillos” Enrique Krauze señala que “Los extremos de crueldad no se justificaban; el odio entre Hidalgo e Iturbide, los dos hacendados de Michoacán. era inmenso quizá porque era un odio entre hermanos, entre hermanos en el criollismo; el mayor caudillo criollo de la insurgencia y el mayor caudillo criollo de los realistas.”
La otra cara de la crueldad de Iturbide era su ambición. Un doctor Labarrieta, su detractor más enconado lo involucró en un ruidoso escándalo público en el que detalló la serie de latrocinios, saqueos, incendios y tráfico de comercio ilícito. En 1818 rentó una hacienda cercana a la ciudad de México que no debió administrar muy bien a juzgar por los préstamos en que comenzó a incurrir.
Alamán describe a Iturbide como “·de aventajada presencia, modales cultos y agradables, hablar grato e insinuante y bien recibido en la sociedad”, pero cuenta que se entregó sin templanza a las disipaciones de la capital en las cuales menoscabó el caudal que había formado con sus comercios en el Bajío hallándose en muy triste estado de fortuna cuando la fatiga de ambos contendientes vino a abrir un nuevo campo a sus anhelos de gloria, honores y riqueza.
Viendo que a pesar de los triunfos realistas, la insurgencia no cedía; que eliminado un dirigente surgía otro; que no había combates formales sino guerra de guerrillas y que la principal resistencia se focalizaba en el sur donde Vicente Guerrero enarbolaba la causa de Hidalgo desde hacía casi diez años, Iturbide vio la oportunidad de su vida: Su estrategia militar la aplicó a la política
Convenció a un buen número de oficiales realistas de que continuar esa guerra era un sacrificio inútil y que uniéndose a los rebeldes se apropiarían del prestigio y la gloria de haber consumado la independencia; se entrevistó con Guerrero el que también estaba cansado de combates que no le aseguraban nada.
Gran idea fue la de haber denominado “ejército trigarante” al nuevo ejército unificado de ambos caudillos: garantizaba los tres principios fundamentales, la unión entre todos los grupos sociales, la exclusividad de la religión católica y la absoluta independencia de España.
Los tratados de Córdoba fueron firmados el 24 de agosto de 1821 por Iturbide y el último virrey, Juan O`Donojú. Sus lazos con la península no se rompían, se desataban. Además la nueva nación, al adoptar la Constitución de Cadiz, adoptaba la monarquía constitucional como sistema de gobierno.
Se ofreció la corona al propio Fernando VII y en caso de no aceptarla se mencionaban otros sucesores de la casa de los Borbones. Y de no aceptarse sería emperador “ el que las cortes del imperio (mexicano) designasen”. Iturbide abría así las puertas de su propia designación.
Los dieciséis mil hombres del ejército trigarante, realistas e insurgentes, entraron a la capital el 27 de septiembre de 1821, dia del 38 cumpleaños de Iturbide. La bandera de aquél ejército, que simbolizaba el contenido del Plan de Iguala, fue tan popular que, con leves modificaciones, sería adoptada como bandera nacional.
En ese momento el mapa del imperio mexicano abarcaba desde el Río Arkansas y la alta California en el norte, hasta Centroamérica; desde la inmensa costa del Pacífico hasta el Golfo de México. Y la mayor parte de los mexicanos creyó ver en ese criollo al hombre providencial que sacara de su seno “los bienes imponderables de México”. Iturbide mismo, por un tiempo, se creyó también ese hombre.
Pero no contaba con que España desconocería los Tratados de Córdoba igual hizo el Vaticano; la península se negó a regalar un heredero al Imperio de México.
La coronación de Agustín I se efectuó el 21 de mayo de 1822 y con ella se iniciaron los descalabros. Según el propio Alamán “como si a despecho de la pompa y circunstancia, los asistentes y el emperador mismo se hubiesen sentido marionetas de una representación teatral, de una parodia en la que, inútilmente se pretendía trasplantar a América instituciones y ceremonias cuya veneración en otras partes no puede venir sino de la tradición y de la historia”.
Muchos sospechaban y temían que aquel imperio, sin cimientos, sin legitimidad, sin el respeto del tiempo y las tradiciones, estaba destinado desde un principio al fracaso. Y así ocurrió.
El Congreso, designado por Iturbide, le disputó el poder, estaba dominado por españoles que insistían en que el trono se entregase a un descendiente de la casa imperial. Y muchos de ellos hicieron causa común con los incipientes republicanos organizados en las sectas masónicas llamadas “escocesas”.
Sin poder real y con un imperio en el que ya muy pocos creían, Iturbide entró en la depresión: Ningún homenaje, ninguna lisonja borraba la sombra de debilidad íntima, casi de ilegitimidad que lo perseguía.
Un joven e imperioso brigadier veracruzano (Antonio López de Santa Ana) se levantó en armas contra Iturbide; lo secundaron un antiguo lugarteniente de Morelos, Guadalupe Victoria. Otras dos figuras de la insurgencia se habían levantado también en armas por su cuenta: Vicente Guerrero y Nicolás Bravo. Los mas cercanos colaboradores y amigos de Iturbide renuncian, lo abandonan o se adhieren al Plan de Casamata.
Así el 19 de marzo de 1822 se dio la abdicación.