Entorpece lluvia colocación de ofrendas en Zócalo de Tlaxcala
El aprecio y respeto que muchos de los novohispanos tenían a sus párrocos volvieron a éstos indiscutibles líderes morales de la insurgencia, encabezada en 1810 por un cura, Miguel Hidalgo, y secundada por otro, José María Morelos.
Durante el juicio seguido al capitán Ignacio Allende éste declaró que previo al levantamiento, insistió en tener como cabeza de la rebelión a un sacerdote de manera que la gente “al ser invitada a levantarse en armas sintiese de su lado la protección divina”. Esto dio lugar a que los conspiradores de Querétaro invitaran a Hidalgo a sumarse a la conjura.
En un interesante y bien documentado artículo, la periodista Bertha Hernández hace ver que además, Hidalgo tenía otros motivos para aceptar: su familia había conocido la ruina y la enfermedad por las exigencias económicas de la corona y como él otros sacerdotes veían afectadas sus expectativas de vida y sus posibilidades de crecimiento.
Es por tanto entendible que algunos, viendo lo justo o lo conveniente, según el caso, del movimiento se convirtieran en rebeldes y que muchos de sus feligreses no vacilaran en seguirlos.
Tanto Hidalgo como Morelos y Mariano Matamoros dejaron una vida cómoda, un curato rico y un buen sueldo. Pero la mayoría no era tan afortunada como ellos; los sueldos eran bajísimos para los sacerdotes, incluso los había “sin beneficio”, es decir sin una parroquia asignada que les diese un modo de vida y aunque se encargaban de la recaudación de los diezmos rara vez recibían la parte que les correspondía. Y estaban además conscientes de que las más altas jerarquías eclesiásticas como ser obispos, no eran para ellos.
Sin vocación y sin pasión por su ministerio vieron en la rebelión la posibilidad de abrirse nuevos caminos; se sintieron más a gusto empuñando una lanza o disparando un mosquetón que sometidos a una burocracia sin futuro. Por ello el brillante historiador Luis González y González afirmaba que el humo de las batallas insurgentes tenía un cierto olor a incienso.
Estudios emprendidos muchos años después estiman que 72 párrocos fueron partidarios declarados de la rebelión; de otros 25 que ocupaban puestos de vicarios, 3 capellanes de haciendas y 6 religiosos que eran curas interinos o con el cargo de coadjutor y 25 más de diversas categorías de los que se tiene la presunción de su lealtad al movimiento.
De muy pocos hay nombres: José María Coss, párroco de San Martín Texmelucan; Marcos Castellanos, de La Palma; Sabino Crespo, cura de Río Hondo; José García Carrasquedo, párroco de Undameo y canónigo en Valladolid. Pero en su mayoría se desconoce si tenían curato o empleo y mucha de esa información está sesgada por los juicios de la autoridad virreinal que no vacila en calificar de personaje violento, por ejemplo al mercedario Luciano Navarrete. A otro cura, Manuel Muñoz, la leyenda lo señala como responsable de la matanza de españoles en Valladolid, en noviembre de 1810.
Según otro historiador, Lucas Alamán, a Muñoz el pueblo lo apodó padre chocolate porque a sus víctimas los señalaba como “los que han de tomar chocolate esta noche”. El cura José Antonio Torres, con fama de duro y violento era conocido por su sobrenombre el amo Torres. Se sabe de la existencia de un sacerdote al que apodaron caballo flaco; otro era conocido como el padre zapatitos y uno más, el padre chinguirito (chinguirito era el aguardiente de caña) y de ese cura sólo se sabe que carecía en absoluto de vocación religiosa.
Lucas Alamán siempre estuvo convencido de que los curas que abrazaron la causa eran licenciosos y corruptos; el clérigo Manuel Abad y Queipo atribuía las deserciones a que en los últimos años del Siglo XVIII se sufría un relajamiento de las costumbres clericales y ello hacía a los ministros del culto sujetos fáciles de tentar.
Según edictos expedidos por el propio Abad y Queipo, obispo de Valladolid, por el obispo Bergosa, de Oaxaca y por el obispo Cabañas, de Guadalajara los curas insurgentes eran excomulgados en automático. Y efectivamente, los hubo que desafiaron el castigo eclesiástico y aún así afrontaron, cuando cayeron prisioneros, el juicio de la autoridad virreinal.
Anónimos en su mayoría, se sabe que se enjuició a una veintena de clérigos apresados en Acatita de Baján con la dirigencia insurgente. A ellos no los ajusticiaron como a Hidalgo, Allende y Aldama, pero fueron confinados en una cárcel de Durango.