Lidera Tlaxcala la preservación de la memoria comunitaria en México
Todos sabemos la manera trágica como terminó el Imperio Mexicano. Pero su inicio fue marcado por una comedia de equívocos que rayaron en lo cómico. Era un hecho que la nueva nación se constituiría como un imperio, después de la negativa del gobierno de España de aceptar la corona para que un príncipe de la casa de los Borbones fuera ungido emperador. El rechazo fue simple y sencillamente porque España se negaba a reconocer la independencia de México.
De manera que en la ciudad de México se forma una junta provisional y posteriormente se convoca y reúne el primer Congreso Constituyente.
La opinión pública pedía con insistencia que Agustín de Iturbide fuera el emperador pero éste, mañosamente y de manera pública lo había rechazado.
En una parte de la obra México a través de los Siglos el historiador Vicente Riva Palacio escribe que “con lo que no contaban ni los diputados constituyentes ni la junta provisional ni la opinión pública, era que la noche del 18 de mayo de 1822, un sargento llamado Pío Marcha, alcohólico y pendenciero que había pertenecido al Regimiento de Celaya, que fue siempre el regimiento de Iturbide, convocó a los oficiales de tres regimientos, a los escoltas de granaderos imperiales de a caballo y a los artilleros de palacio, a marchar hasta la residencia de Iturbide y aclamar a éste como emperador.
Pío Marcha encabezó así una marcha callejera con tufo a alcohol, entre gritos, vivas a Iturbide y algunos disparos de mosquetón al aire. En el trayecto grupos de personas de diversa laya y clases sociales se unieron a la proclamación.
El grupo llegó hasta la residencia de Iturbide, quien se hallaba reunido con varios amigos, y se colocó bajo el balcón principal. Iturbide salió al balcón e instó a la multitud a la paz civil y a la obediencia de las leyes. Rechazó la proclamación pero uno de sus acompañantes lo convenció de no ofender al pueblo. Iturbide le contesta que la decisión pertenecía al Congreso, el cual se reunió al día siguiente, lo declaró emperador y convocó a Iturbide a la sesión.
Éste salió de su residencia en carruaje pero en el camino el pueblo arrastró el vehículo hasta el edificio del Congreso donde se da la declaratoria de emperador de México para Agustín I, con carácter de vitalicio y con título hereditario para sus descendientes quienes son nombrados príncipes y princesas. Su esposa, Ana María Huarte recibe el título de emperatriz”.
En uno de sus primeros actos de gobierno, Agustín I disuelve el Congreso, acto que inspiraría una rebelión contra el imperio.
Pero según escribe Enrique Krauze, con las minas azolvadas, las haciendas destruidas y la incipiente industria inmovilizada, con la inmensa fuga de capitales acumulada desde 1810 y calculada en cien millones de dólares o pesos (diez veces el presupuesto anual) y con un déficit de 4 millones, era suficiente; y el 19 de marzo de 1823, a menos de un año de haber sido proclamado emperador, Agustín I se ve precisado a abdicar
Vendrían luego el exilio, su aventura de regresar a México para recuperar el poder, su detención en las costas de Tamaulipas y su fusilamiento en Padilla, villorrio fundado a mediados del Siglo XVIII y llamado así en honor de doña María Padilla, esposa del entonces virrey Revillagigedo. El pueblo desapareció ya en el Siglo XX al ser su espacio ocupado por una presa, sus habitantes fueron trasladados a otro sitio donde se fundó lo que ahora es Nuevo Padilla. Del asentamiento original solo sobresalen de las aguas, las torres de la parroquia.
Con la rebelión que derrocó a Iturbide, encabezada por Antonio López de Santa Ana secundado por Guadalupe Victoria y a la que después se unieron otras dos figuras de la insurgencia: Vicente Guerrero y Nicolás Bravo, se inauguraba una práctica que en el Siglo XIX se volvería consuetudinaria en nuestro país. México llegó a ser conocido como un país “de revoluciones”. Tan frecuentes eran las proclamas y balaceras que –según un cronista de la época– el pueblo citadino acabó tomándolas con aire de fiesta, entre carreras y cantos; comiendo y bebiendo al grado de casi temer el restablecimiento de la paz. Y según Krauze, el pueblo mismo acuñó un término propio para describirlas: ahí viene la bola.
Y sí. Entre 1822, cuando Iturbide se declaró emperador y 1847, en el punto álgido de la invasión norteamericana, México vivió un estado casi permanente de agitación y penuria, soportó cincuenta gobiernos militares, fue alternativamente una república federal, de 1824 a 1836, y centralista, de 1836 a 1847; sufrió secesiones, una irreversible (la de Texas) en 1836, otra revertida en 1847 (la de Yucatán), pero encontró tiempo para convocar siete congresos constituyentes y promulgar un acta constitutiva, tres constituciones, un acta de reformas, innumerables constituciones estatales, cada una con la idea definitiva de la redención nacional.
Años después, a raíz de conciliábulos e intrigas palaciegas, vendría otro imperio, con inicios no tan cómicos como el primero, pero igual de trágico. Pero esa, como diría la Nana Goya, esa es otra historia.