Día Mundial del Arte: Un homenaje a la creatividad y la expresión
Valiente y audaz defendió al país con éxito ante la frustrada reconquista de Barradas; luchó por su país ante la separación de Texas, lo defendió ante la injusta invasión norteamericana. A raíz de sus hazañas fue en su momento héroe nacional; se hizo llamar alteza serenísima; gustaba de hacerse del poder pero no de ejercerlo; fue once veces presidente de la república… y acabó saliendo por la puerta trasera.
Se le atribuye una probable ascendencia gitana; creció en el puerto comercial más rico, alegre, despilfarrador y laxo del país. Su padre, Antonio López, un subdelegado del gobierno español derrochador y endeudado de por vida con trece personas a la vez; su madre, Manuela Pérez Lebrón fue acusada ante la Inquisición en 1809 de organizar en su casa bailes en donde “se ofendía al Señor”; un tío, con fama de seductor, había sido al mismo tiempo sacerdote y torero.
Su pasión, según uno de sus biógrafos, Lucas Alaman, eran las peleas de gallos y –por extensión– las apuestas; éstas pueden ganarse (y enhorabuena) pero en el caso de Antonio López de Santa Ana no siempre fue así: En el puerto de Veracruz hizo fama, más que por sus deudas de juego, por su propensión a pagarlas con documentos mercantiles falsificados.
Muy joven fue comerciante y a los 16 años se alista en el ejército realista desde el que, con el grado de teniente, combate a los insurgentes y se hace notar por su valentía personal.
De vocación conspirativa apoya a Agustín de Iturbide cuando éste logra ser coronado emperador, pero menos de un año después encabeza una rebelión y lo derroca. Apoya tanto a liberales como a federalistas y aunque suele calificársele de conservador, es más exacto definir a Santa Ana como un demagogo oportunista carente de ideología. Ciertamente, su sed de poder fue inversamente proporcional a su coherencia, y jamás ningún escrúpulo le impidió cambiar de bando. En lo militar, suplió con el arrojo su limitada visión geopolítica y estratégica, y supo relegar al olvido sus fracasos y extraer la máxima rentabilidad política de sus victorias. Justo Sierra lo llamó Seductor de la patria.
En 1828 se opuso a la elección de Manuel Gómez Pedraza como sucesor del presidente Guadalupe Victoria y apoyó a Vicente Guerrero a la presidencia. Ayudó luego al vicepresidente de Guerrero, Anastasio Bustamante, a hacerse con la presidencia y negoció luego su renuncia en favor del aspirante al que se había opuesto cuatro años antes, Manuel Gómez Pedraza. Este ininteligible reguero de intrigas y traiciones acompañó a Santa Anna como una sombra y ha permitido definir su trayectoria política como un mero arribismo sin ideología.
En el libro Siglo de Caudillos Enrique Krauze describe cómo, luego de que los colonos y aventureros norteamericanos patrocinados por Sam Houston desconocieron la Constitución y se atrincheraron en el fuerte de El Álamo, en San Antonio (Texas) Santa Ana los desalojó, pero en su próximo enfrentamiento, ahora frente al ejército de Estados Unidos, en San Jacinto él y sus oficiales fueron sorprendidos durmiendo la siesta, y allí perdió lo poco que había ganado. Santa Ana permaneció siete meses prisionero, sufrió befas, vejaciones y amagos, saludó al presidente norteamericano y firmó un vago tratado que propiciaba la independencia de Texas.
Ante la invasión del 47 López de Santa Ana encabezó un ejército que, si bien no pudo detener el avance de los invasores, sí lo consagró como héroe nacional. Pero el héroe entraba a la decadencia.
En su obra Siglo de Caudillos Enrique Krauze emite un juicio demoledor: “Ya ni el palenque lo colmaba, se abandonó a todos los excesos del boato imperial; integró una corte de húsares vestidos a la usanza suiza; se prodigó en retratos y estatuas; se hizo llamar Alteza Serenísima; nombró consejero de Estado al arzobispo y volvió obligatorio el catecismo del padre Ripalda.
Con sus enemigos políticos fue implacable; puso en vigor una Ley de Conspiradores y persiguió no solo las opiniones escritas sino los rumores, las murmuraciones, No mataba pero a quienes consideraba más peligrosos los desterraba. Y a Nueva Orleans fueron a parar dos gobernadores que no comulgaban ni con sus medios ni con sus fines: Melchor Ocampo, de Michoacán y Benito Juárez, de Oaxaca.
En tiempos en que proliferaban la ópera, la zarzuela y el teatro, el dictador no podía quedarse atrás. Y el himno que lo ensalzaría se compuso por contrato. Es la única obra estrenada en la corte de Santa Ana que sobrevivió a su tiempo: el himno nacional.
Cuando Antonio López de Santa Ana contrató a Juan Antonio González Bocanegra y a Jaime Nunó para que compusieran un himno en su honor lo hizo pensando en que ese himno lo inmortalizaría. Se trataba de un himno como La Marsellesa sólo que quienes entonaron esa marcha en 1792 eran los revolucionarios progresistas; y con un himno que lo ensalzaba Santa Ana promovía la regresión. Y además, al darse su estreno Santana estaba ya en plena decadencia, ya no daba más y, como los toros marrajos que ya lo dieron todo y se arriman a las tablas ya casi para doblar, el dictador alistaba sus bártulos. (El himno, por sí solo, merece un capítulo aparte)
Derrocado finalmente por la revolución de Ayutla, Antonio López de Santa Ana se exilió en La Habana; quiso regresar a su país pero ya no era su tiempo. Y finalmente pudo hacerlo y aquí murió en la pobreza y el abandono.