Una historia de amor, traición y venganza durante el porfiriato
Consumada la independencia y a raíz del hundimiento del orden colonial México se disponía a inventar su propia circunstancia y hacerse de un proyecto nacional. La tercera década del Siglo XIX representó para los mexicanos la hechura de la nación. Es el momento en que nuestro país pasa de ser objeto de la historia a sujeto de la misma.
Un tránsito nada sencillo que según José María Luis Mora, el brillante intelectual liberal, estaba en manos de una minoría rectora: los caciques que, surgidos de la lucha insurgente, adquirieron poder, primero regional, luego nacional y finalmente influyeron poderosamente en la vida de todos los habitantes sin que éstos, en la mayoría de los casos, lo sospecharan.
Muy poco o nada quedaba de los luminosos augurios del comienzo de nuestra vida independiente.
Manipuladas abierta o soterradamente por las logias masónicas del rito yorkino o el escocés (a su vez enfrentadas entre sí) esas minorías demostraron con creces su incapacidad para organizar un Estado sólido en lo económico y estable en lo político. Revelaron una pobre sensibilidad para manejar la vida económica; una carencia casi total de preparación en el arte y la ciencia del gobierno autónomo y de la diplomacia.
Otro brillante contemporáneo, aunque del bando conservador, Lucas Alamán reconocía que España misma, con sus tres siglos de coloniaje, los había privado de esa experiencia pues a pesar de las reformas borbónicas hacía tiempo que la propia España había dejado de ser un ejemplo de eficacia política y de eficiencia económica.
Tras la destitución (aunque algunos insisten en llamarle abdicación) de Iturbide sube a la presidencia Guadalupe Victoria; la ejerce de 1824 a 1828 en medio de serias dificultades económicas, que salva gracias a las nuevas inversiones de mineras británicas y de un par de onerosos préstamos. Pero a lo largo de todo su mandato el poder no había residido en la presidencia sino en las logias; infiltradas en el Congreso, en los gobiernos estatales, en los cuarteles y hasta en el propio gabinete presidencial.
Uno de los jefes más prestigiados de la guerra de independencia, Nicolás Bravo, cabeza de los escoceses y nada menos que vice-presidente de la república, se levantó contra Victoria en 1827. No tuvo éxito y hubo de salir al exilio. El grupo de los yorquinos lanza entonces como candidato a su caudillo mayor, Vicente Guerrero quien pierde la elección frente al también yorquino (aunque moderado) Manuel Gómez Pedraza.
Guerrero, aconsejado por el gran federalista, Lorenzo de Zavala recurre a las armas mediante la conspiración de La Acordada; lo apoyan el propio Zavala, otro caudillo, Antonio López de Santa Ana y un general de apellido Lobato.
La rebelión logra la renuncia del presidente electo pero da al traste con la legitimidad de la vida republicana y aunque Vicente Guerrero llega al Palacio Nacional nunca se sintió hecho para el poder; se sentía como un extraño, como un guerrillero en el poder. Rehuía el trato con los funcionarios bien vestidos, con los cultos y educados y con las abstracciones de la política, según escribe Zavala. “Su amor propio se sentía humillado delante de las personas que podían advertir los defectos de su educación, los errores de su lenguaje y algunos modales rústicos”. Aunque carente de talento político lo suplía con una auténtica lealtad a los ideales del federalismo, independencia e igualdad social, por los que había luchado durante diez años.
Se sentía fatalmente inseguro y, por tanto, aislado en la presidencia; soñaba con su vida de siempre, su vida de guerrillero.
Finalmente el Congreso lo declaró “incapacitado para gobernar”; y Guerrero vuelve a la sierra del Sur, donde había peleado junto con Morelos y resistido hasta la consumación de la independencia.
Pero esta vez –consigna Enrique Krausse– la guerrilla del insurgente no duró mucho. El gobierno de su sucesor, Anastacio Bustamante sobornó con 50 mil pesos a un marinero genovés, Francesco Picaluga para que, con engaños, lo invitara a su barco en Acapulco y lo entregara a la autoridad en el puerto de Huatulco, Oaxaca.
Como Iturbide, con quien 10 años antes consumó la independencia, Guerrero murió fusilado en la huerta de la antigua capilla de Cuilapa, cerca de la capital de Oaxaca el 13 de febrero de 1831. Ambos, Iturbide y Guerrero consumaron la independencia, se enfrentaron a una profunda crisis del erario; ambos tuvieron problemas para el pago del ejército y ambos, aunque por distintas razones, fueron incapaces de gobernar. Y ambos terminaron sus días frente al pelotón de fusilamiento.
Más de 40 años después, Justo Sierra escribiría el mejor epitafio para el caudillo sureño: “Los partidos trataron de hacer de él un político, cuando no era más que un gran mexicano”
Con la muerte de Vicente Guerrero se cierra el ciclo de la insurgencia y sus reverberaciones. México no había podido ser un imperio, no había podido tampoco construir una república. En lo sucesivo el papel protagónico no lo tendrían los ideólogos sino los militares. Y ese ciclo permanecería por el resto del Siglo XIX.