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CIUDAD DE MÉXICO, 24 de septiembre de 2017.- Son las 12:23 horas, es 24 de septiembre y hace dos días, el 22, comenzó el otoño. Esta estación durará 89 días y 20 horas.
Agustín Martín, un soldador que vive en Iztapalapa, mira al suelo mientras en la oreja izquierda tiene puesto un audífono, el del lado derecho cae sobre su hombro.
Tiene puesto un casco plateado y un chaleco color naranja. Su mirada dice que está cansado. Una señora pasa junto y le ofrece consomé.
Él, tímido, titubea y dice que ‘ahorita’ va. En el suelo hay hojas secas y no dejan de caer de los árboles. Agustín está sentado sobre un asiento de bolero en la esquina de Álvaro Obregón y Valladolid, en la Roma norte.
Adelante, a menos de 100 metros, un edificio está destruido. Antes de las 13:14 horas del 19 de septiembre se podían ver los cristales de sus seis pisos. Es el 286, número que muchos mexicanos no olvidarán y que hasta la noche de este domingo ha concentrado todas las labores de rescate, de esperanza y de impotencia.
El día del terremoto, decenas de trabajadores no lograron ponerse a salvo y quedaron atrapados. El día del terremoto, también Agustín se encontraba trabajando en una construcción sobre Yucatán e Insurgentes. Apenas unos minutos pasaron, ya estaba en la zona cero. Desde ese día su espacio laboral pasó de una obra a una ruina donde los ojos de todo México y parte del mundo están.
Mientras aguarda al llamado para entrar a la zona y ayudar como voluntario, platica que desde ese 19 de septiembre, su trabajo es soldar y apuntalar. Pero antes evacuó a la mayor cantidad de personas de edificios contiguos.
“Nos trajeron, como fuera, lo importante era sacarlos, tanto como los que estaban en el derrumbe como los que estaban en el edificio de al lado”.
“Yo entré después de dos o tres horas porque me tocó sacar a los vecinos del edificio de al lado. Ya cuando terminamos de sacar los de al lado, fuimos a romper”, cuenta el voluntario, notoriamente cansado.
“Ya estaban saliendo, pero eran como 80 personas que ayudamos a salir en los edificios de alrededor. Yo soy soldador, yo corto las varillas a donde rompen y sacan con la grúa la loza”.
Ahora su jornada es aquí, en Álvaro Obregón 286; se ha ido a su casa pero va y viene. Ninguno de los que laboraban ese día en el edificio saben de Agustín, ni que es un soldador que ahora se dedica a cortar fierros para intentar traerlos a la vida.
Tampoco Agustín, de Iztapalapa, sabía de ellos, no sabe a qué se dedicaban ni de los sueños que tenían. No sabe que dentro del 286 una de las personas atrapadas es una joven de nombre Karen Nayeli.
Pero, como él dice, los nombres son uno sólo ahora, y como sea, hay que sacarlos.
“Todos los días eso, el primer día sí, y de ahí para acá hemos reforzado, hemos metido puntales, roto puertas de acero”.
“También donde están metiendo la basura, todo el cascajo también hicimos eso. Ahorita ya no soldo, ahorita solo cortar la varilla que se descubre para que saquen la loza completa”, cuenta.
Karen Nayeli
En la esquina de Álvaro Obregón y Valladolid, en la Roma norte, a unos pasos de donde se encuentra sentado Agustín, hay un teléfono público.
Un hombre con el cabello entrecano habla, su voz se entrecorta y da noticias de lo que sucede en el 286. En la misma caseta, dos jóvenes voluntarios ponen su plato y comen en su descanso. El hombre sigue hablando.
Se llama Jesús Gámez, abuelo de Karen Nayeli, una de las personas que quedaron entre los escombros.
El día del sismo que cambió el rostro de la Roma norte, Jesús vio en las noticias que varios edificios habían colapsado ante la magnitud de 7.1 grados, pero nunca imaginó que uno de ellos era donde se encontraba su nieta, quien tenía cerca de dos años trabajando en la empresa administrativa.
“Luego luego se vino su mamá y su hermano, y uno de mis hijos que trabaja a unas cuadras más adelante de donde se cayó el edificio”.
“Yo no sabía que era ese edificio el que se colapsó, cuando me dijeron luego luego al otro día me vine temprano”, relata el hombre, quien acusó al gobierno de no facilitar las cosas para el rescate.
“Supuestamente estaba la brigada de los marinos, pero no querían meter voluntarios, nosotros le decíamos metan voluntarios, es más rápido, que estar sacando botecito por botecito”.
Recordó que en el 85 fue pura gente civil la que ayudó en las labores de rescate tras el terremoto de un 19 de septiembre también y dijo que en la actual emergencia la coordinación parecía complicada.
“No dejaban entrar a los topos mexicanos, ellos iban a ayudar, si los marines no hacen nada que se quiten entonces y que los dejen entrar”, lamentó.
Afirmó que, en cuanto llegaron los israelíes, japoneses y españoles, se movió todo, “ya quitaron la loza, ya llegaron al cuarto piso, y aquellos imagínese botecito por botecito”.
Aún así, la espera para tener noticias lo hace permanecer en el mismo lugar desde hace cinco días de aquella fatídica coincidencia para la historia del país.
La Roma, en pleno otoño
Es 24 de septiembre y hace dos días, el 22, comenzó el otoño. Esta estación durará 89 días y 20 horas.
En ese punto de Álvaro Obregón, el número 286, los árboles resguardan junto a cientos de metros de cinta de seguridad la zona cero.
Salamanca, Álvaro Obregón y Oaxaca, avenidas aledañas, perdieron la rutinaria vida que tenían hasta antes de las 13:14 horas del 19s.
Ahora, vehículos de televisión, rescatistas, cascos y voluntarios se apoderaron de uno de los barrios más comerciales de la capital del país.
Los restaurantes funcionan como baños públicos, las cafeterías montaron al pie de calle cafeteras para quien desee un poco. Y las hojas de los árboles siguen cayendo.
Los policías y militares siguen firmes en las esquinas, desde donde vigilan que nada se salga de control.
En calles como Puebla, donde se derrumbó un laboratorio, la maquinaria ya trabaja para retirar escombros.
Como si cada cuadra celara sus edificios, de poste a poste varias de ellas están acordonadas. Hay pedazos aún de cascajo. Algunas paredes sobresalen y apuntan a caerse. Se notan débiles ante las miradas de expertos que revisan hasta la fecha, las construcciones de toda la ciudad.
Y en medio del desastre, letreros que animan a quienes separan víveres, a los vecinos, a los rescatistas y a la colonia en general, saludan al transeúnte con frases como: México es chingón, gracias México o De frente, mijo.