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Un nuevo 19 de septiembre
Ciudad de México amaneció ayer anestesiada, callada y triste después de la tragedia causada por el terremoto del martes 19, todavía atónita por la increíble y perturbadora coincidencia de que la catástrofe se repitiera exactamente 32 años después. Igual que en 1985, en la capital del país la población tomó la emergencia en sus manos y a remolque de la ciudadanía entraron las agencias del gobierno y las fuerzas armadas.
Este desplazamiento del gobierno de la escena del desastre no es solamente un efecto de la emergencia, en la que instintivamente todos y cualquiera asumen un rol solidario, sino muestra del creciente y sano protagonismo de la sociedad en la definición de su propio futuro. Y ningún futuro es más urgente que salvar las vidas atrapadas entre los grandes bloques de concreto y fierros retorcidos.
Una vez ocurrido el desastre, el mundo del poder y de la clase política desapareció del radar público, achicados los políticos y colocados por la tragedia y el empuje social en su justo lugar. Como artículos prescindibles, por el momento no fueron requeridos para el salvamento, y ellos tampoco se ofrecieron.
“Este sismo es una nueva prueba y muy dolorosa para nuestro país”, dijo el presidente Enrique Peña Nieto. Tiene razón. Dijo además que “los mexicanos hemos tenido experiencias difíciles a consecuencia de temblores en el pasado, y hemos aprendido a responder a estos episodios con entrega y espíritu de solidaridad”. También tiene razón.
Hace 32 años, esa entrega y espíritu de solidaridad permitió al país sobreponerse al desastre, al desastre causado por el sismo y al desastre de un gobierno que fue incapaz de asumir el liderazgo y ofrecer las respuestas que la crisis exigía. La sociedad siempre se agiganta en los momentos críticos y se sobrepone a las dificultades, lo que no puede decirse de quienes encabezan el gobierno, que en las dificultades y frente a la sociedad acostumbran exhibir sus limitaciones.
Las palabras de Peña Nieto quieren decir en realidad que el sismo del martes pasado es una prueba para las autoridades y especialmente para él, pues está en prueba su capacidad para mover con efectividad y prontitud el aparato gubernamental en alivio de la desgracia que significa para miles de damnificados la pérdida de sus familiares y al mismo tiempo de su patrimonio.
Pero el desafío al que se enfrenta el gobierno queda planteado en el ruego gubernamental a la población para que no deje de hacer donaciones de alimentos y de materiales y herramientas útiles para las tareas de rescate en los derrumbes de Ciudad de México. Es decir, como hace constar esa solicitud, al final es la población no damnificada la que proporciona el auxilio a la población damnificada, y la que da soporte a la continuidad de la vida.
El terremoto sacudió y trajo dolor y sufrimiento al centro del país –a la capital, Morelos, Puebla, el Estado de México y la parte norte de Guerrero–, y con su reacción instantánea la ciudadanía sacudió otra vez y sacó de la placidez preelectoral a los centros del poder político. Podría decirse que después de este 19 de septiembre el juego por el poder no puede ser el mismo que antes de ese día. Por ejemplo, el jefe del Gobierno de Ciudad de México, Miguel Ángel Mancera, tenía proyectado abandonar el cargo en octubre para dedicarse a construir su candidatura presidencial. Ya no podrá hacerlo. Si lleva a la práctica sus planes en el nuevo contexto creado por el terremoto, eso equivaldría a abandonar en plena reconstrucción a sus electores, a quienes lo llevaron al poder hace cinco años. Y si lo hace pese a todo, se pone una soga al cuello. O asume el liderazgo de la ciudad en esta crisis, o le da la espalda a una ciudadanía despierta que desde el primer minuto después del sismo estuvo por delante de él.
Por delante de todo el poder, de cualquier poder, y pronto se verá cómo impacta este nuevo impulso ciudadano en el proceso electoral del próximo año. Como hace 32 años, cuando la sociedad civil tuvo conciencia de su propia existencia, algo cambió este nuevo 19 de septiembre. Y no es sólo la conciencia de que la vida es frágil y la podemos perder en segundos.
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