Libros de ayer y hoy
Luego de tres años de trabajos, la Comisión de Investigación sobre Abusos Sexuales en la Iglesia de Francia (CIASE) entregó a los obispos y religiosos franceses una ascua al corazón de su vergüenza: más de doscientas mil infantes víctimas de perversiones procuradas por cuando menos tres mil ministros de Dios.
No hay manera sencilla de recibir esta revelación, aun cuando fue la propia Iglesia francesa la que se comprometió y comisionó esta dolorosa empresa. La presidenta de la Conferencia de Religiosas y Religiosos de Francia, Verónique Margron, exclamó durante el acto de entrega del doloroso informe de la CIASE: “¿Es posible recibir un desastre?”
Tiene razón y la palabra es la correcta. ‘Desastre’ es un cataclismo de orden cosmológico. Esa catástrofe es lo que el arzobispo Des Moulins-Beaufort, presidente de los obispos galos, y sor Margron han tenido que tomar a manos desnudas: un desastre. Recibieron los ecos, innegable y despreciable estela, de una Iglesia que son y que han sido; resonancias de inocentes clamores que sufrieron bajo la terrible, criminal, pecadora, omisa, injusta, cruel, corrompida y corruptora experiencia del abuso sexual cometida por ministros. Recibieron más que una fotografía escandalosa de su pasado inmediato, recibieron la incertidumbre de su formación, la podredumbre de falsos cimientos que les dan perfil e identidad.
Y, aunque no esperaban la gravedad de esta monstruosa revelación, la Iglesia francesa ya había asumido el escenario. Por ello comisionaron el trabajo y para ello abrieron los archivos eclesiásticos, para que la Comisión hiciera una investigación que nadie había hecho tras escuchar a las víctimas, cotejar denuncias y revisar las notas de prensa.
Detrás y encima de cada pastor o servidor eclesiástico francés permanecerá la pesada sombra de esta horrible realidad; pero frente a ellos, también estará el reconocimiento de la audacia con la que han enfrentado este desafío. Ninguna, hay que decirlo con claridad, ninguna institución u organización humana ha hecho lo que estos católicos franceses emprendieron: enfrentar la verdad aunque en ello se jugaran su tranquilidad o su credibilidad. Por eso las palabras del arzobispo De Moulins tienen la misma dosis de vergüenza y coraje: “Se acabó el tiempo de la ingenuidad y las ambigüedades”.
Y, sin embargo, habrá que hacerle caso al inmortal Tolstoi: “¿Le aflige acaso el verse sumergido por mucho tiempo en la oscuridad? Pues de usted depende que esa oscuridad no sea eterna”. El informe no es el final del camino para la Iglesia francesa; pero tampoco el principio. Ha sido un parteaguas definitorio para hacer un balance de su historia y para que, en el futuro, el catolicismo francés recobre con valiente fervor la esencia evangélica de velar por los miserables, los descartados, los débiles, los empobrecidos, los marginados y discriminados.
Frente a este horror quizá se encuentre la oportunidad de retomar el camino de la verdad cristiana, ese mandamiento de entrega y servicio para andar junto a las víctimas y a los necesitados; para favorecer a los débiles y a los últimos antes de congraciarse y operar políticamente en los palacios del poder; para andar con humildad en las periferias de la desgarradora humanidad antes de subirse a los carruajes de los imperios alzados por la vanidad del hombre.
Y además, no esperar nada a cambio, sino quizá únicamente el cruel y resistente vituperio. También esto lo advirtió el genio de ‘Crimen y castigo’: “No hay nada en el mundo más difícil de mantener que la franqueza y nada más cómodo que la adulación”. Esa comodidad, ahora lo sabemos, ha sido un factor definitivo en la sistemática agresión y encubrimiento.
Ojalá la audacia de las autoridades eclesiásticas francesas para abrazar esta dolorosa realidad inspire al resto de conferencias episcopales y a todas las casas e institutos religiosos; para que salgan de la comodidad de ‘los mínimos esfuerzos’ para atender los casos de abuso sexual, para que sean audaces con la apertura de sus archivos y de los testimonios de encubrimiento, para que la salvación que se predica no se agote en las fronteras del propio pellejo. Ya lo dijo el clásico: “Ninguna herencia es más grande que la de la honestidad”.
Porque si no es infinito y eterno, ¿en qué tipo de dios creerán los encubridores de abusos o aquellos que, teniendo oportunidad, no ordenan la apertura de la verdad?