Contexto
El proceso de investigación, seguimiento y andamiaje de la historia de corrupción de sexenios precedentes al de López Obrador parece que tomó la vía rápida. No era muy difícil echar una mirada al pasado, a los personajes y a las tramas por todos conocidas para comenzar a urdir un largo y lento proceso de persecución contra quienes obraron contra los intereses de la nación mexicana.
En realidad, para nadie debería ser sorpresa que las estructuras de la alta política mexicana han estado contaminadas de inconfesables juegos de intereses particulares en detrimento del bien común, la justicia social o el bienestar del entorno. Para los despistados deberían bastar los votos que llevaron a López Obrador a la presidencia: todos y cada uno de ellos tenían una dosis de indignación ante la corrupción y una pizca de esperanza por que los culpables fueran llevados a la justicia.
Los casos de Lozoya, Robles, Collado y García Luna parecen apenas la punta de un iceberg de 656 carpetas de investigación de presuntos casos de corrupción de funcionarios y exfuncionarios que la Fiscalía General de la República anunció investigaba a inicios del año; y, sin embargo, por lo menos los casos de Lozoya y García Luna parecen apuntar a dinamitar el resto de imagen de los sexenios de Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto.
Sin embargo, ¿es esto útil? El combate contra la corrupción pasada o presente es inútil si sólo se realiza para alimentar una narrativa de desprecio a los adversarios o de confirmación de fidelidades. Tampoco, como plantea el presidente de la República, para recuperar los recursos robados o desviados.
El único combate a la corrupción útil es el que garantiza dos escenarios: que los involucrados en actos ilícitos asuman su responsabilidad y cumplan verazmente ante la justicia; y que aquellos que, teniendo la oportunidad o las facultades para corromper su función o servicio buscando un beneficio personal o de sus superiores, decidan no hacerlo. De hecho, esto último es el verdadero éxito: cuando el ‘combate a la corrupción’ se convierte en ‘libre asimilación de la honestidad’.
El cuentista israelí Etgar Keret relata que cierta vez, siendo muy joven, pidió a su hermana mayor porque rezara para que él y cierta chica a la que él amaba estuvieran juntos. Su hermana no accedió a la petición “porque si rezaba y después esa chica y yo estábamos juntos, y estar juntos resultaba un infierno, se sentiría terriblemente mal. ‘Pero rezaré para que algún día conozcas a alguien con quien seas feliz’, me dijo”.
Hoy no faltan los que desean que el gobierno de López Obrador finalmente ponga en el banquillo de los acusados y tras las rejas a una pléyade de funcionarios de sexenios anteriores e incluso a los propios ex mandatarios. Y, sin duda alguna, si hubiere claridad sobre su responsabilidad legal en actos ilícitos o de corrupción sí que deberían ser castigados en conformidad con la ley. Pero, la hermana de Keret nos advierte que ese deseo ‘a toda costa’ puede resultar en todo un infierno y dejarnos terriblemente mal.
Lo mejor es pedir y trabajar por la limpieza de un complejo sistema de intercambio nefando de intereses y que la honestidad se convierta en el escenario deseable para la administración y el servicio público. ¿Parece esto utópico? ¿No hace bien poco parecía improbable que un expresidente mexicano fuese llamado a cuentas?
Que estos procesos avancen no podría molestarle a nadie inocente; pero siempre será un riesgo el juicio precipitado o el utilitarismo político de la justicia. La historia inútil del combate a la corrupción la hemos vivido en México prácticamente cada sexenio desde hace cuatro o cinco décadas; quizá sea una buena idea hacer las cosas de manera diferente. Que el combate a la corrupción y la asimilación de la honestidad también empiece en casa, para variar.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe