Poder y dinero
Nuestro modo de medir el tiempo solar es tan impreciso que necesitamos sumar horas cada cuatro años para ajustar, con un día más en bisiesto, el calendario. Sólo así nos salen las cuentas.
La ciencia ha tratado de explicar el tiempo, un concepto humano como pocos. El tiempo nació con el espacio en el big bang que originó al universo a partir del estallido de una singularidad, como la llaman los astrónomos. Una singularidad es una inconmensurable cantidad de energía concentrada en un punto pequeñísimo, tan diminuto que no le queda sino estallar. Antes de la gran explosión no había tiempo, porque tampoco había espacio. El tiempo sólo ocurre en el espacio al que está ligado indisolublemente: no existen uno sin el otro, tanto que ambos se distorsionan bajo determinadas condiciones de fuerza de gravedad.
En este asunto, científicos y teólogos coinciden. Dios creó todo lo existente, sostienen los ideólogos de la religión. ¿Y antes de Dios? No hay un antes de Dios por ser eterno -que es medida de tiempo- como no lo hay para el universo. Convergen, sin proponérselo: no hay respuesta a preguntas tales.
Nuestros años miden el tiempo. Una vuelta de la Tierra en torno al Sol equivale a un año, aproximadamente 365 días. Un día, es el giro del planeta en torno a su propio eje. La división del día en 24 horas, las horas en 60 minutos y los minutos en 60 segundos son convenciones matemáticas que provienen de civilizaciones antiguas, la egipcia entre ellas. Lo mismo podrían los hombres del pasado haber contado 40 horas o 93, si se trata de una convención para entenderse unos con otros. El pastel se divide en tantas rebanadas como se necesitan.
A la medianoche de hoy habremos dado otra vuelta al Sol. Celebraremos el arribo de un nuevo año, decimos. Lo correcto sería señalar que nosotros arribamos a un año nuevo. Los chinos y los judíos tienen otro modo de contar y celebran la vuelta al sol en primavera.
En realidad, celebramos la oportunidad de continuar vivos. Es como trasponer una puerta más, alargar la estancia. Como muchos actos humanos, la fiesta se explica a modo de ciclos. Otros, menos entusiastas, ven únicamente el paso de un día a otro. Cada quien tiene un punto de vista, aunque para fines más vulgares, la vuelta tiene implicaciones legales de diversa índole, por ejemplo, algunos alcanzarán la mayoría de edad, otros serán marcados por la fecha de nacimiento y todos tendremos que pagar, de nuevo, impuestos para que los políticos sobrevivan mejor que nosotros.
Como de todo hay en la viña del Señor, algunos brutos festejan la llegada del año nuevo con disparos de arma de fuego al aire. Bien se ve que de seguridad en el manejo de esos artefactos no saben ni la o por lo redondo, ni les importa. Y se los digo yo, que aprecio, gusto, poseo y uso armas de fuego.
Hace algunas décadas, la entonces gobernadora Griselda Álvarez contaba una anécdota de una cena de año nuevo. Se encontraban ella y sus invitados en el jardín de la casa de gobierno, en la calzada Galván, a punto de servirse la cena, dispuestos sobre los manteles los platos, las copas y los cubiertos. A su lado el comandante de la Zona Militar, la señora preguntó por las medidas tomadas para evitar los disparos esa noche.
-Todo está previsto y bajo control, maestra- le contestó el general.
Apenas había respondido cuando la balacera se desató en la ciudad. Una bala perdida cayó en el plato del militar que habrá renegado de tan ingrato momento.
Me encontraba con mi familia en campamento en la playa de San Telmo, en Michoacán, la noche del 31 de diciembre de un año lejano. Había ahí un pelotón militar. Supuse que por tanto no habría balacera. Y la hubo. En la casa de campaña, decidimos mi esposa y yo cubrir con nuestros cuerpos a cada uno de nuestros dos hijos, entonces pequeños, de una imprevisible bala perdida. Tras la balacera civil, los soldados caminaron hasta la orilla del mar y, contagiados por el entusiasmo de los tiradores del pueblo, soltaron ráfagas de sus fusiles al mar.
Casi me dieron ganas de tomar mi pistola e imitarlos. Pero no soy bruto y por lo demás los cartuchos eran caros como hoy mismo lo son. En eso, los tiempos no han cambiado.
Conocer el tiempo significa administrarlo para vivirlo e incluso darse el lujo de en ocasiones perderlo, que al fin y al cabo andamos todos, como narró Marcel Proust, en busca del tiempo perdido. Administrarlo se hace todos los días, hora por hora, para trabajar, divertirse, amar, conversar -que con frecuencia también es acto de amor-, callar y pensar y hasta beber un vino que ha pasado unos años madurando.
Bien lo escribió el mexicano Renato Leduc en su poema Aquí se habla del tiempo perdido que como dice el dicho, los santos lloran: “Sabia virtud de conocer el tiempo;/ a tiempo amar y desatarse a tiempo;/ como dice el refrán: dar tiempo al tiempo…/ que de amor y dolor alivia el tiempo./ Aquel amor a quien amé a destiempo/ martirizóme tanto y tanto tiempo/ que no sentí jamás correr el tiempo,/ tan acremente como en ese tiempo./ Amar queriendo como en otro tiempo/ -ignoraba yo aún que el tiempo es oro-/ cuánto tiempo perdí -ay- cuánto tiempo. /Y hoy que de amores ya no tengo tiempo,/ amor de aquellos tiempos, cómo añoro/ la dicha inicua de perder el tiempo…”.
Se abre otra puerta, la del año nuevo. Pasemos y vivamos con todas las alegrías y las tribulaciones en que el tiempo nos coloca. Vivamos día a día que, como sabiamente indica el Evangelio: a cada día le basta su afán.
Armando Martínez de la Rosa https://www.criterios.mx/