Declaraciones de México y Oaxaca
Se acercan el 1 y 2 de noviembre, fechas en las que se celebran el Día y la Noche de Muertos, tradiciones que tienen profundas raíces indígenas en un muy arraigado sincretismo con mucho de cultural, bastante de religioso y más de diversidad cultural.
Esto es que se trata de un evento singular, especial y espectacular que me llama a reflexionar acerca de sus significados y sus significantes. No sé cómo es en otras partes de nuestro país, pero las llamadas tradiciones de Día y Noche de Muertos en Michoacán tienen mucho más de espectáculo, folklore, comercio, imán turístico, fandango y costumbre, que de cosmovisión y ritual.
De suyo, ni siquiera se debe hablar de tradiciones de Michoacán y los michoacanos, porque sus antecedentes remotos son eminentemente indígenas en un Estado que hogaño es mayoritariamente mestizo y en el que la diversidad cultural es amplia y rica.
Y las llamadas tradiciones de Noche y Día de Muertos que se promueven son únicamente las emparentadas con una de las cuatro etnias que perviven en la entidad, la tarasca o purépecha, siendo que también persisten la nahua, mazahua y otomí o ñañú.
Es verdad que son evidentes algunas reminiscencias prehispánicas de la rica cultura tarasca, pero todo está hoy tan maquillado y con valoraciones que poco tienen qué ver con sus significados primigenios, que romántica o mañosamente se les ha dotado más de cuento, mito y leyendas urbanas que apego a sus esencias.
Comprobar lo anteriormente expuesto es muy fácil, bastará con acudir a panteones durante la Noche de Muertos y platicar con los lugareños, escuchar sus relatos, anécdotas y ocurrencias para darnos cuenta de que la mayoría nada sabe, ni dice que, por ejemplo:
“Se coloca sal para la incorruptibilidad del cuerpo y de la vida; copal para la purificación del ambiente; flores para adornar, aromatizar y señalarle el camino de regreso al ánima; calaveras de azúcar para que el muerto se endulce el paladar; pan como símbolo de vida eterna; velas para iluminar el camino de las ánimas”. No, nada de eso dicen, ni saben.
Y no lo dicen, porque se ponían flores de cempacúchil, amapolitas moradas, nube, cinco llagas y/o de terciopelo, porque era lo que podían cortar en el campo, el llano o el potrero, no porque tuvieran un significado más allá de su valor meramente ornamental.
La inmensa mayoría precisa que realizan altares y ponen ofrendas porque es la costumbre y porque eso hacían sus abuelos. A lo más que llegan es a precisar que lo hacen para esperar el retorno de las ánimas. Cierto, no faltan quienes realmente están allí por convicción y ritual, porque la tradición se nutre de su cultura personal, familiar y de sus ascendientes remotos, y porque son fieles a sus culturas primigenias.
Lamentablemente, han sido las autoridades, así como los comerciantes sin escrúpulos, quienes han trastocado y corrompido lo que antes era una de las manifestaciones culturales indígenas más ricas y valiosas de cuantas se pueden encontrar en Michoacán.
Además, muchos de los llamados indios de ciudad (denominación que les dan los tarascos o purépechas que se mantienen en sus comunidades, a quienes emigraron a destinos citadinos) han “aportado” mucho de cuento y más de ocurrencias para “enriquecer” los valores y significados de las tradiciones que aquí nos ocupan.
Amén de que desde visiones universitarias se habla de un pensamiento muy elaborado de los tarascos antiguos, siendo que con relación a esos y otros temas sus descendientes ni siquiera tienen ese pensamiento tan convenientemente estructurado.
Sí, ya están cerca el 1 y 2 de noviembre, en Michoacán empieza a sentirse y a palparse una parafernalia que apunta hacia lo turístico, comercial y, sí, claro, al ritual, a la costumbre, a lo cultural y religioso. Así sea.