Poder y dinero
No deja de llamar la atención que el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador sea tan condescendiente con Emilio Lozoya Austin, acusado de asociación delictuosa, cohecho y blanqueo de dinero, como no sea para obtener algún beneficio político.
La duda crece desde el momento en que los delitos y la fuerza de la justicia se fueron diluyendo con la misma velocidad con que se mermó la salud del exdirector de Pemex quien, a diferencia de otros, no se encuentra en un reclusorio sino en un hospital de lujo en donde lo atienden de sus males, pero no de sus mañas.
Entre los beneficios legales que acompañaron su extradición de España se le concedió la posibilidad de acogerse al programa de testigos protegidos y colaboradores lo que implica que debe reconocerse como delincuente, estar en el medio delincuencial directa o indirectamente o, bien, estar cerca del lugar en donde se comete un crimen y, en todo caso, debe brindar información contundente que lleve a desmantelar a las bandas del crimen organizado.
Quizá esta idea es la que le cayó “como anillo al dedo” al Jefe del Ejecutivo porque le podría aportar nuevos elementos discursivos (pero solo eso) para su campaña contra la corrupción y la impunidad.
No es extraño considerar que la delincuencia organizada se nutra de la corrupción y de la impunidad que siguen sin ser tocadas ni con el pétalo de una rosa y que, por eso, rebasan a las estructuras de gobierno para convertirse en un factor de deterioro social y afecte a la impartición de justicia.
En efecto, el uso de los testigos protegidos puede ser una herramienta más de la delincuencia organizada para perjudicar a sus enemigos ya sea delincuenciales o políticos, si se asume la idea de que el exdirector de Pemex formó parte de una banda gubernamental. Aunque eso, lo determinará un proceso legal.
Lo cierto es que la figura de los testigos protegidos y colaboradores en México ha tomado fuerza e importancia en estructuras jurídicas avanzadas, pero en nuestro país ha sido utilizado con fines distintos a los que marca la ley.
En nuestro país apareció a finales de los años noventa y prácticamente calcado del modelo estadounidense en donde, por su larga experiencia en el equivalente al Sistema Penal Acusatorio, ha sido eficaz. Pero en México ha generado incredulidad y decepción: recordemos “el michoacanazo” o el caso de aquel subsecretario de la Defensa Nacional que fue acusado por un testigo protegido de nexos con el narcotráfico.
No existen elementos suficientes para saber cuándo un testigo protegido o colaborador miente o si existen las pruebas que puedan respaldar su dicho, porque las afirmaciones de estos personajes no están obligados al principio procesal de la publicidad que se exigen para el resto de los involucrados en un delito.
Sobre esa base, su audiencias son a puerta cerrada, lo que se presta a toda suspicacia y perversidad.
Más aún, para gozar de ese privilegio jurídico, los testigos protegidos o colaboradores no necesitan garantizar pruebas materiales para la recolección de testimonios útiles para combatir el delito de que se trate.
El mal uso de estas figuras, en un sistema penal con graves imperfecciones y afectado por la corrupción, puede afectar gravemente a las pruebas testimoniales que pueden ser empleadas como herramienta para la impunidad, encubrir a los autores materiales o desarrollar nuevos esquemas delincuenciales.
Sin dejar de lado el combate a la delincuencia, hay que dedicar el mismo esfuerzo para mejorar el sistema de justicia de nuestro país en beneficio de quienes menos tienen porque lo demás, es pura lengua.
@lusacevedop