Poder y dinero
Existen momentos en que la incertidumbre y los conflictos se retroalimentan en una espiral de creciente angustia; y no es exagerado afirmar que nos encontramos en uno de ellos. Hacia donde se observe, las tensiones fraguadas entre la duda y la disputa aderezan la vida cotidiana, imponen su nefando barrunto sobre los días que pasan y regalan desvelos a tanta gente que sufre. En estas circunstancias, la capacidad de profetizar y de discernir las complejidades de los acontecimientos –ya sean efectos de conflictos bélicos o desastres naturales– se tornan esenciales para no ahogarse en desesperación.
Hay que hacer una aclaración: profetizar no es practicar la futurología ni ‘desfuturizar el futuro’. Es decir, no se trata de hacer audaces predicciones con base en los datos actuales ni reducir al futuro en un presente por venir, desnaturalizando su incognoscibilidad. Profetizar significa sintetizar –en signos limitados– la esencia de lo absoluto, atrapar el misterio pleno en una voz sin tiempo y revelar la verdad en el lenguaje que elegimos para persuadirnos. O, como diría el más famoso vidente: “Debemos reconocer que sólo existe una profecía: es la verdad”.
Más que revelar el futuro, el profeta intenta leer el alma de las cosas, explora sus caras más luminosas y los más lúgubres de sus escondrijos, se inclina sobre el insondable abismo de la existencia humana y lo ciñe entre sus frágiles brazos como a una avecilla herida. Profetizar es poner el corazón en lo permanente o, parafraseando a Hobbes, hablar incoherentemente para esa humanidad que se distrae en lo contingente. Es decir, para quienes sólo ven pasar la inmediatez y la urgencia –saltando de problema en problema, de crisis en crisis, de guerra en guerra– la voz sobre la perenne inmanencia suena a pura palabrería. Pero, en el fondo, sabemos que sí hay algo que permanece; algo cuya terquedad es connatural a la mirada humana, que no se transforma en la fragua del progreso ni se somete tras los muros de la tradición. Una verdad simple a la que sólo se llega por el camino más arduo de la sensatez y el buen juicio.
El que profetiza, sin embargo, corre un grave riesgo: tomarse a sí mismo demasiado en serio. Quien se acostumbra a hablar siempre de absolutos, se convierte en uno; se autodesigna un parteaguas o un gozne definitorio en el devenir. Es insufrible escuchar al perturbado del pueblo afirmar que en él se flexiona la historia. Por ello no se puede hablar de la importancia del concepto de la profecía sin reconocer simultáneamente que aquella ofrece un potencial enorme para el abuso; y ahí es donde entra el discernimiento.
El recurrir a los ‘absolutos’ puede convertirse en una potente herramienta de manipulación, puede convertirse en un medio para validar pequeñas voluntades humanas e imponerlas sobre los otros. No sólo en detrimento de quienes creen sino del que cree en sí mismo. Así lo retrata Kierkegaard: “Cuando el hombre ambicioso cuyo lema es: ‘O César o nada’ no llega a ser César, se desespera por ello. Precisamente porque no llegó a ser César, no puede soportar ser él mismo”.
Por ello, en momentos particularmente tensos, el sentido del humor es imprescindible; el profeta, al tomarse menos en serio, se hermana a la humanidad a la que pertenece. Por el contrario, ha perdido todo sentido del humor aquel que sólo vive en el disenso intransigente y la falta de diálogo. Sin humor toda contradicción, rechazo o cuestionamiento se vuelve un drama, una persecución; toda convivencia se reduce a relaciones entre víctimas y victimarios. Se pierde de la belleza de la vida rumiando las leyes que la rigen.
Para lograr ese equilibrio entre lo absoluto y lo absurdo es necesario el buen discernimiento. El discernimiento es la capacidad de comprender la realidad de manera crítica y realista; no se trata explícitamente de distinguir a los malos de los buenos, sino diferenciar el buen espíritu del malo; o, como afirmara el comediante: Es esa capacidad humana de distinguir entre una mosca y una mosca en la sopa.
El discernimiento integra valores, sabiduría y sensibilidades espirituales y hasta religiosas en la toma de decisiones. Y, por ello, nos obliga a preguntarnos permanentemente qué es lo que puede aportar este espíritu humano de discernimiento a la gestión de los conflictos y a la atención de las emergencias a las que nos enfrentamos cotidianamente. De nada sirve “edificar los sepulcros de los profetas y adornar las tumbas de los justos” en la previsión de que algo es inmutable, sin el discernimiento que nos ayuda a adaptarnos a todo lo que cambia. Parafraseando nuevamente a Kierkegaard: aunque la vida sólo se pueda comprender mirando hacia atrás, sólo se puede vivir hacia adelante. Así, la mera existencia de la incertidumbre exige al juicio humano una guía hacia decisiones más acertadas y resolutivas.
Y aunque el discernimiento sea la clave de la sabiduría o la profecía, la actualización de lo eterno; discernir y profetizar son, al mismo tiempo, ese llamado en el tiempo a interceder, jamás a criticar.
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