Libros de ayer y hoy
Bien dice el proverbio popular que no vemos las cosas como son sino como nosotros somos. Por ello, la resistencia a asimilar nuevas perspectivas es quizá la única constante intelectual con la que nos sentimos verdaderamente cómodos. Pero, muy de vez en cuando, algún dique en nuestro pensamiento se reblandece y cede ante un pequeño océano incontenible de efímera sabiduría. Es decir, que a veces -muy esporádicamente-, podemos cambiar de opinión. Y esto, en sí, es casi portentoso.
Tan importante es este momento, tan inasible pero tan real, que los griegos lo denominaron ‘anagnórisis’: una revelación, un reconocimiento, una indómita transición de la ignorancia a la verdad. Dicho cambio, sobra decirlo, es ciertamente intenso. No es sorpresa que las anagnórisis más dramáticas sucedan en las tragedias griegas más estremecedoras.
Diversas encuestas ciudadanas revelan que mientras el 40 por ciento de la población ya ha definido por quién votar este próximo 6 de junio (usualmente aquellos que no han cambiado de opinión); el 60 restante parece que tomará estos días de ‘silencio y reflexión’ en espera de ese instante de anagnórisis.
Es altamente probable que los que ‘ya han decidido’ mantengan la visión del contexto sociohistórico en que viven según su criterio o según los sesgos cognitivos que le dominen el juicio; en cambio, el resto quizá sin buscarla se encontrará con la respuesta de la manera más insospechada: la ventura o fatalidad en su círculo inmediato manifestada en la pérdida o hallazgo de empleo, la atención o indolencia sanitaria ante una eventualidad personal o familiar o los efectos de la seguridad o falta de ella en su localidad. También, quizá por la recompensa o la traición a la fidelidad mostrada a algún conocido que participó en campaña partidista.
Y también está la posibilidad de que la mera idea, la frágil promesa, sea suficiente para convencer a un electorado dubitativo. Quizá por ello se suele decir que algunas metáforas son más sólidas que la realidad. En días pasados, de manera paralela a las de por sí estrambóticas campañas partidistas, surgió entre ciertos grupos sociales con suficiente capacidad de poner altavoz a sus obsesiones, una narrativa casi heroica con la que confunden la jornada electoral con una epopeya de dimensiones cósmicas.
Los que tenemos el privilegio (y la responsabilidad) de hacer escuchar nuestras reflexiones a través de medios de comunicación, de institutos de formación o en asociaciones civiles no debemos olvidar dar voz a los que sistemáticamente son acallados e ignorados, ya sea por condiciones económicas y culturales o incluso políticas, como a los legítimos opositores de regímenes hegemónicos. Muchas veces, son estas voces de ‘la gente sin voz’ la que logra derribar los muros de nuestras certezas y nuestros prejuicios; y nos regalan esa anagnórisis, ese pequeño torrente de conocimiento y re-conocimiento.
Al final, quienes acudiremos a las urnas a expresar nuestra confianza en diferentes personas para ejercer la responsabilidad de la representación de nuestras comunidades tendremos nuestra pequeña o gran dosis de realismo ingenuo, creyendo que nosotros vemos la realidad con más objetividad de lo que los demás podrían llegar a verla.
Así es la democracia; y no es mala idea mantenerla incluso con estas debilidades humanas, porque incluso de una mala decisión se pueden sacar buenas conclusiones. Ya lo apuntó el escritor Francoise Mouriac: Un pésimo vino puede ser un buen vinagre.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe