Poder y dinero
No se trata sólo de México. Todos los países están enfrentando la crisis con gobiernos de minoría o sin el prestigio nacional. No hay estadistas: ni Putin, ni Trump, ni Merkel, ni Xi Jinping, ni Macron, ni Sánchez, ni Bolsonaro, ni Johnson, ni Matarrella, ni López Obrador.
Todos son presidentes de un proyecto personal-partido que estuvo definido y diseñado para países antes de la pandemia de COVID-19. Por eso los problemas para prever, para reaccionar, la liderar, para tratar de salir del ojo del huracán. España, por ejemplo, tiene un gobierno de coalición de sectores progresistas –izquierda light–, pero fue creado para sumar mayoría con ofertas diferentes antes de la epidemia. La coalición de derecha en Alemania se ha sostenido por el liderazgo personal europeo de Merkel.
La crisis del coronavirus en México necesita de un programa de choque. El presidente López Obrador encabeza su proyecto social que de todos modos no iba a tener resultados antes de la crisis del virus y después tendrá menos posibilidades de salvar lo indispensable. Lo vemos en la fractura interna, no ruptura, sino de enfoques diferentes. No se puede seguir consolidando un liderazgo personal en una crisis que requiere de un liderazgo nacional.
La noticia en las últimas horas es el quinto caballo del Apocalipsis: la recesión; no cualquiera; viene una severa. México podría decrecer su PIB en 2020 entre -5% a -10%. Lo que importa no es el PIB, sino sus resultados. El PIB exhibe el ritmo de producción de bienes y servicios y la posibilidad de crear empleos. México llegó a la pandemia del COVID-19 con un PIB estimado anual en 2020 de 0.5 a -2%. Los recursos fiscales los usó el gobierno federal para financiar programas sociales de entrega directa de dinero a sectores improductivos; un acto de justicia, sin duda, pero un desperdicio de multiplicación de riqueza. No hay dinero directo que alcance para atender a los 20 millones de mexicanos en condiciones de miseria y sólo el camino del crecimiento productivo puede crear empleos o fondos para atender a los más-más pobres.
La única certeza previsible es abrumadora: no habrá regreso a la normalidad, porque lo que conocimos como normalidad antes de la pandemia era una anormalidad de tres aberraciones: la pobreza, el dinero regalado a pobres y el desdén hacia el crecimiento productivo.
El presidente López Obrador se encontró una economía en zona zero: ya no funcionaba el neoliberalismo por el saldo de pobreza e improductividad, pero no había una nueva política económica para la producción-distribución. El desvío populista fue para atender a los sectores abandonados: mujeres, jóvenes, ancianos, un poco a la producción y nada a la inversión productiva. El saldo económico del primero año, 2019, fue el aviso: hubo dinero para sectores marginados improductivos, pero el PIB cayó a -0.1% y dejó el mensaje de que 2020 sería igual… o peor.
Quiérase que no, la pandemia está absorbiendo muchos recursos de los pocos que había. A la falta de expectativas productivas se suman los lastres del pasado que no se pudieron resolver: la reorganización del sector energético. Jueves 26 y viernes 27 llegaron las malas calificaciones de las operadoras internacionales y el valor de México está cayendo muy rápido; no es el derrumbe final, pero sí la necesidad de comprar expectativas con bonos con altas tasas de interés pagando la desconfianza. Hacienda está a punto de reventar por fuego desde tres trincheras: las exigencias presidenciales para fondos de emergencia, las obligaciones exigidas por las calificadoras para rescatar y reorganizar Pemex y la CFE y las demandas empresariales para programas contracíclicos de emergencia. Y no hay dinero. Sencillamente, no hay.
Lo que falta es un liderazgo para la crisis y para la reconstrucción. Todo lo hecho y prometido hasta ahora debe de archivarse y sacar un programa de emergencia, un programa de choque, un gran acuerdo gobierno-oposición-empresarios, como se hicieron en 1977, en 1995 y en 2010. Sólo así. Pero sería transformar al López Obrador de hoy en un comandante de la crisis. Y con ello, la certeza de que el modelo de país por el que llegó López Obrador ya no será posible –no lo era y menos lo será– y que hay que construir uno intermedio de consolidación de expectativas y un nuevo proyecto de nación no unidireccional, no antisistema, no populista, no neoliberal. Si no, el México del 2021 será peor al de 2019.
Es decir: un gobierno de coalición, un gobierno de salvación nacional, un gabinete de emergencia, plural, un gobierno para atender la crisis sanitaria y la crisis de modelo de desarrollo, una coalición de todos los partidos. Y un presidente sin obsesiones, con liderazgo de estadista, con la única tarea de sacar al país del hoyo. Un, por así decirlo, De Gaulle de la posguerra y hasta 1967.
En 1977, 1982 y 1995 los presidentes se olvidaron de sus proyectos personales y pactaron programas de emergencia con partidos de oposición en el congreso y con empresarios. Un gabinete de salvación nacional es hoy indispensable. Los acuerdos tardarán en negociarse, las decisiones necesitan de programas duros de choque, la sociedad esta esperando soluciones. No puede seguirse con la imagen de un presidente que sigue sus giras y luego llama al confinamiento. La crítica en medios no sólo está desgastando a la institución presidencial, sino que está quebrando los acuerdos mínimos; los memes ilustran la dimensión de la guerra mediática contra el presidente.
Es la hora de las decisiones históricas. López Obrador puede liderar la salida de la crisis y la construcción de un nuevo modelo de desarrollo, pero requiere a todas las fueras políticas. El primer camino seria un gabinete de salvación nacional, el segundo un gobierno de gran coalición.
Política para dummies: Las crisis, es cierto, son de oportunidades. Y las oportunidades se toman y asumen o se desperdician. Lo importante es el día siguiente del fin de la crisis sanitaria.
indicadorpolitico.mx
@carlosramirezh