Libros de ayer y hoy
Si el famoso tango argentino canta que veinte años no es nada, los primeros cien días del gobierno del presidente Joseph Biden se fueron como una exhalación… de expectativas. Todo el peso de sus primeros cuatro años de administración –sin saber si habrá otro periodo, por la edad del comandante en jefe– se asienta en su programa de recuperación de tres billones de dólares que pudieran ser seis.
El enfoque del programa de reactivación de Biden busca convertirse en la tercera gran etapa de consolidación social: la primera fue de Roosevelt después de la gran depresión de 1929 y la segunda de Johnson con sus reformas sociales a favor de los afroamericanos a finales de los sesenta. Hoy Biden busca atender las necesidades de los marginados, pero quizá más por las evidencias de que la demanda productiva ya no se basa en la disminuida clase media sino en la globalización económica.
El eje de la estrategia radica en la inyección de liquidez vía fondos provenientes de una gran reforma fiscal que quiere castiga a los ricos. Pero el problema es más complejo que quitarles a unos para darles a otros. La globalización rompió los ritmos de creación de ciencia y tecnología productiva y la robotización afectó la fuerza de demandas de la clase media. Los empleos crecieron en el sector de los servicios, pero sobre todo los de trabajos no propiamente productivos sino de asistencia a negocios de distribución de bienes de consumo.
En su discurso de los primeros cien días, Biden basó su administración en el programa de reactivación, en el endurecimiento del discurso contra China y Rusia y en la reactivación reaganiana del sector militar de seguridad. Pero la Casa Blanca hoy se ha encontrado que los presidentes de Clinton a Trump han carecido de enfoques estratégicos integrales, que descuidaron las expectativas de seguridad nacional y que decidieron la línea militar por razones familiares y no de reacomodo de poderíos. Obama se encontró que Bush Jr. había “inventado” con el británico Tony Blair la guerra contra Irak por venganza de su padre Bush Sr., y había abierto sin querer el frente afgano. Obama quiso salir de Afganistán, pero se hundió más. Y ahora Biden retira tropas sin la certeza de la derrota de los talibanes.
La principal sorpresa que se encontró Biden fue su “patio trasero”: América Latina, de México a la Patagonia. En México le ganó el poder un presidente nacionalista, estatista y populista, en Centroamérica se construyó una estructura de crimen organizado muy poderosa y en Sudamérica regresaron los populistas. Los primeros movimientos de Biden fueron para buscar una alianza con México para convertirlo en una especie de delegado de la reorganización continental, pero no encontró respuestas.
Migración, narcotráfico y pobreza son los signos vitales del Río Bravo hacia el sur y no hay fondos suficientes para atender las urgencias. Biden comprometió tres mil millones de dólares, pero no sabe como canalizarlos porque los gobiernos de todos los países están envueltos en acusaciones de corrupción. América Latina perdió su modelo de desarrollo articulado a la economía estadunidense y los populismos nacionalistas fueron incapaces de aportar bienestar mayoritario. La pobreza y el auge de la criminalidad ocuparon al Estado y es la hora en que la Casa Blanca no tiene un diagnóstico real y de fondo de la penetración del crimen organizado en las estructuras de los países latinoamericanos.
En la realidad de seguridad nacional, el discurso de política exterior de Biden tiene un vacío de planeación estratégica: qué se quiere, para qué y cómo. Biden está partiendo del conflicto de la invasión migratoria sin control para definir líneas de contención en los países de origen. Trump tomó el camino fácil de cerrar las fronteras migratorias, pero sin ofrecer soluciones exteriores. Las vacilaciones de Biden en los primeros días de su gobierno tergiversaron sus intenciones y dañaron los flujos migratorios. La asignación de la tarea de control de la frontera a la vicepresidenta Kamala Harris podría ser una gran derrota para la Casa Blanca y el desgaste de la principal figura para las presidenciales de 2024.
Biden presiona a México para que termine con los dos principales cárteles del narco, el Jalisco y el del Chapo, pero sin afectar para nada el control de estas dos organizaciones del tráfico de drogas al menudeo en el 85% de los estados estadunidenses. Aún si México lograra aplastar de forma definitiva a estos dos grupos, sus células en EEUU podrían sobrevivir por si mismas. Otra vez la Casa Blanca elude el punto decisivo del narcotráfico: la demanda, el consumo interno y el uso de drogas en función de derechos individuales.
Los primeros cien días mostraron a un Biden atrapado en sus contradicciones y limitaciones de sus decisiones. No ha podido definir líneas de fondo para solucionar conflictos y se ha conformado con buscar cuando menos un acercamiento a decisiones que apenas desdramaticen algunos apuros. El más grave y visible es el de la migración ilegal; y por tratar de alejarse de los rasgos racistas de Trump, ha caído en una especie de permisividad que sigue inundando EEUU de personas que cruzan de manera ilegal la frontera, se entregan a la autoridad, son citados para juicios posteriores y logran su objetivo de ser liberados dentro de EEUU para perderse en la inmensidad del territorio.
A los once millones de personas que carecen de rango legal y buscan su formalización migratoria se podrían añadir en el corto plazo unos dos millones más. Y lo grave de todo es que las decisiones de Biden no han sido negociadas al interior de su sociedad y de pronto el racismo invisible aparece en su violencia cotidiana.
Biden ha sufrido los primeros cien días de los mil cuatrocientos sesenta días de su administración.
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