Pedro Haces, líder de la CATEM
Alerta racial de Trump: termina
ciclo wasp; avanza mancha café
Detrás de la parafernalia agresiva del FTOTUS –first twitterer of the United States, el primer tuitero de la nación–, lo cierto es que las cifras demográficas estadunidenses están mostrando un nuevo perfil del estadunidense promedio. Tres datos deben rescatarse:
1.- La población inglesa que fundó las Trece Colonias en 1775 tenía una presencia demográfica de 47.5% en 1790; hacia el 2000 había caído a 8.7%. En 1790 el 74.5% de la población dominante era inglesa, afroamericana, irlandesa-escocesa; en el 2000 esa misma población bajó a 32.5%. En 1790 la población mayoritaria era inglesa (47. 5%), en tanto que en el 2000 la población en primer sitio fue la alemana (16%). El predominio de razas se ha atomizado.
2.- De acuerdo con el censo de 2010, la población hispana en los EE. UU. creció 43% del 2000 a 2010, en tanto que la población no hispana apenas subió 4.9%. En términos generales la población hispana del total pasó de 12.5% en el 2000 a 16.3% en 2010, mientras la población no hispana bajó de 87.5% en el 2000 a 83.7% en 2010. Aquí se localiza el debate provocado por el presidente Trump cuando propuso que el Censo 2020 preguntara sobre la raza de los censados.
3.- Según el mapa poblacional por raza del Censo, cuando menos doce estados del sur de los EE. UU. tienen una población latina que va del 16.3% a más del 50%: Washington, Oregón, Idaho, California, Nevada, Utah, Cheyenne, Arizona Colorado, Nuevo México, Texas y Florida. De ellas, ciudades del sur de California Arizona, Nuevo México y Texas tiene población hispana de más del 50%; se trata de la lonja del suroeste que fue la que la guerra de 1847 le quitó a México. Hay, pues, una especie de reconquista de raza, aunque esos mexicanos en esas zonas son más gringos en estilo de vida, aunque con una importante presencia cultural propia.
Las razones raciales estadunidenses son históricas. Los EE. UU. son apenas una nación con sólo 244 años de existencia en dos etapas: la del Mayflower de 1660 a 1823 y la de la conquista del Oeste liquidando a 10 millones de indios cazadores de búfalos y cultura nómada de 1823 a la Guerra con México en 1847. A los amerindios los sedujeron con casinos y a los negros los han absorbido con el avance de las mezclas de sangre. Sólo los hispanos mantienen su cultura, a pesar de que estén ya sometidos a las inclemencias del american way of life.
La conciencia racial estadunidense se mantuvo de manera represiva hasta finales de los sesenta y fue liquidada por las reformas anti segregacionismo. De nueva cuenta, paradójicamente, fue revivida por los demócratas en los años de Bill Clinton: del republicano Reagan a la primera mitad del demócrata Clinton, el promedio anual de deportaciones fue de alrededor de 40 mil personas anuales. Clinton las hizo pasar de 114 mil en 1997 a 188 mil en 2000. Bush Jr. las llevó de 190 mil en 2001 a 464 mil en 2008.
El primer presidente de la minoría racial negra, Barack Obama, incrementó las deportaciones, echó del su país a casi 2.8 millones de migrantes, una media de 350 mil anuales. En los años 2017-2018, el gobierno de Trump ha deportado a 384 mil personas, una media de 192 mil anuales, poco menos de la mitad del promedio de Obama. Ahí se ve un poco la hipocresía de la élite liberal estadunidense: no es Trump y el concepto racial de la sociedad estadunidense en ciclos republicanos y demócratas.
La parafernalia demócrata anti Trump se ha negado a analizar históricamente el tema de las minorías migrantes. El racismo de Trump se resume al modelo puritano que fundó la nación en 1775: la pureza de la sangre inglesa y europea –alemana e irlandesa, sobre todo–. Si se entiende bien, Trump repudia a la migración que se niega a aceptar la totalidad del american way of life, es decir, que los hispanos se niegan a ser totalmente estadounidenses –o gringuitos, para que se entienda bien–.
Pero hay otro dato que se refleja en el mapa de la población hispana: el síndrome Texas. Para engullirse a Texas a mediados del siglo XIX, los estadunidenses poblaron el estado, declararon la independencia y luego se anexaron a los EE. UU. No se ve que puede repetirse el modelo, pero Trump pudiera temer que la mayoría mexicana en Texas, Arizona, Nuevo México y California se separaran simbólicamente de los EE. UU. en materia cultural y de población.
El grave problema de los EE. UU. es su minoría racial fundadora proveniente del puritanismo en fuga –la célula del Mayflower de 1660–. La presencia inglesa se aisló en las Trece Colonias y la expansión imperial de los conquistadores careció del espíritu monárquico inglés y creó una raza cuya única cultura fue la conquista de tierras hacia el Oeste.
El racismo de Trump se apoya en la cultura de la raza dominante que aplastó a los indios pieles rojas y a los mexicanos. Es la raza del conquistador que sobrevive en demócratas y republicanos, Clinton y Obama privilegiaron las deportaciones en nombre de un racismo que no se atrevió a decir su nombre.
Sólo que el problema de Trump y seguidores es que su racismo carece de una cultura fundadora, se diluye en la atomización de razas y por eso sólo se queda en el racismo excluyente de minorías que entraron sin documentos migratorios legales.
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