Ráfaga
EE. UU.: seguridad
de ley y orden;
desdén a BLM
Carlos Ramírez
El juicio y la sentencia contra el policía Derek Chauvin, responsable del asesinato del afroamericano George Floyd en un operativo de arresto, ocurrió en medio de un crecimiento de la lucha por los derechos de las minorías estadounidenses y de una apatía mediática para darle el verdadero contexto y contenido y significado al suceso.
La sentencia de más de 20 años de prisión –que puede ser recurrida en un Tribunal de Apelación– tampoco se contextualizó en lo que representaba el verdadero significado de aquel incidente: el policía Chauvin sólo aplicó las reglas estrictas de uso de la fuerza no armada contra una persona que se resistía al arresto. La rodilla en el cuello que le impidió la respiración y lo mató forma parte del protocolo del uso de la fuerza física extraordinaria sobre presuntos delincuentes.
Chauvin, en términos estrictos, fue juzgado y sentenciado por cumplir con sus funciones. En este sentido el juicio dejó pasar una gran oportunidad para precisar las razones del uso de la fuerza por parte de las fuerzas de seguridad cívica en EE. UU. y la falta de capacitación de las policías en el conocimiento de las reglas que tienen que ver con las libertades cívicas y la protesta social.
En EE. UU. se ha estudiado a fondo el hecho de que las policías estatales y de condado constituyen mecanismos de control de la protesta social y a su vez aplican de manera estricta el reglamento contra presuntos delincuentes. El movimiento Black Live Matters tampoco aprovechó la oportunidad para intentar la reconstrucción de la filosofía de seguridad que deben tener los cuerpos policíacos ante expresiones de protesta y también de violación de la ley por parte de ciudadanos. Pero ocurre que los policías tratan a los ciudadanos en situaciones de irregularidades circunstanciales o de protesta social de la misma manera que dominan a presuntos delincuentes que se dedican a violentar las leyes.
El sistema judicial estadounidense enfocó el caso de Floyd-Chauvin con una estrategia de control de daños, para evitar lo ocurrido en 1992, cuando un jurado exoneró a los policías que le dieron una golpiza al taxista Rodney King en Los Ángeles y la población angelina salió a las calles a protestar con violencia en uno de los motines más destructivos que haya vivido la sociedad del sueño americano. Ahora, sin embargo, el efecto del caso Chauvin no impactó en el ánimo de las organizaciones defensoras de Derechos Humanos ni en la sociedad que está tratando de disminuir el uso y abuso de la fuerza en acciones de aplicación de la ley conciudadanos enfurecidos o en situación de delincuencia.
A lo más que se llegó en estos meses después del asesinato de Floyd en mayo del 2020 fue a la creación de un movimiento de protesta para exigir la disminución del presupuesto a las policías, pero no hubo ninguna iniciativa para reconstruir los reglamentos de ejercicio del poder policiaco en la muy singular sociedad estadounidense, donde sus sectores altos exigen la aplicación estricta de la ley y los niveles medios y bajos padecen el abuso de fuerza en incidentes callejeros o en operativos de arrestos.
El sistema policíaco estadounidense nunca se ha preocupado por construir una filosofía de seguridad en términos de los derechos ciudadanos. En el único caso en donde las garantías constitucionales prevalecen es en el del consumo de drogas como un derecho individual, a pesar de sus prohibiciones, de sus regulaciones y de la distribución de droga cómo parte de un mecanismo de violación de todas las leyes de la convivencia. Asimismo, este derecho al consumo de estupefacientes tampoco toma como referencia el hecho de que las drogas llegan al consumidor final después de pasar por una larga cadena de procedimientos delictivos y criminales, desde la siembra hasta la venta al menudeo por parte de cárteles en las calles de cuando menos tres ciudades estadounidenses.
El caso Floyd-Chauvin fue la oportunidad exacta para rehacer el modelo de seguridad pública en EE. UU. y alejarlo de la concepción que se tiene de que las policías son guardianes del orden capitalista basado en la injusta distribución de la riqueza. Tom Wolfe, en una de sus mejores novelas, La hoguera de las vanidades (1987), presenta el conflicto en su doble versión: de un lado, un operador de Wall Street que atropella por accidente y mata a un afroamericano y del otro la histeria colectiva de las minorías raciales que incendiaron parte de Nueva York para impedir la exoneración del responsable.
Las policías en Estados Unidos son, en efecto, guardianes del orden establecido y éste no es otro que la relación productiva capitalista de apropiación privada de la riqueza. Las comunidades marginadas carecen de mecanismo y leyes que beneficien la pluralidad racial y sobre todo la otra parte del sistema policíaco, el judicial-penal, está controlado por los intereses de la mayoría racista estadounidense. Los miembros de otras comunidades raciales que han llegado a posiciones importantes en el sistema legal estadounidense no han podido modificar el enfoque del ejercicio de la fuerza policíaca como una forma de mantener el funcionamiento del establishment.
El modelo, que ha sido potenciado a través de series de televisión que reproducen valores ideológicos, es el de la ley y el orden, la primera que usa la fuerza policiaca para defender la estabilidad social en las calles en su estratificación socioeconómica aplicando con rigor la ley y la segunda impone sin miramientos el martillo de la orden legal contra los sectores no blancos. El caso Floyd-Chauvin fue la oportunidad para un replanteamiento total del sistema judicial en función de las nuevas correlaciones de fuerzas sociales. Sin embargo, la estructura política demócratas-republicanos no han querido reformas legales para entrenar y capacitar a los policías en asuntos de desigualdad social, de protesta ciudadana y de insatisfacción con la realidad.
Al final, la sentencia contra el policía Chauvin no cambió nada del escenario social de seguridad y los próximos casos Floyd seguirán multiplicándose por siempre.