Teléfono rojo
Salvador Jara Guerrero
Desde el Circo Romano hasta Disneylandia la teatralidad y la simulación han sido pan para el pueblo. Disneylandia es un modelo perfecto de todos los órdenes de simulacros entremezclados, escribió Jean Baudrillard.
Un jeep avanza a alta velocidad equilibrándose apenas en el sinuoso camino de tierra al borde del desfiladero. Abajo se observa una manada inmensa de elefantes enardecidos que avanzan tirando cuanto encuentran a su paso. Arriba se observa un cielo estrellado único. Muy cerca, unos metros adelante, sobre una rama que abraza el camino, dos tigres se preparan para luchar por un ciervo a medio morir tirado en el centro del camino.
El jeep disminuye abruptamente la velocidad y se detiene a centímetros del ciervo, La manada de elefantes se detiene también súbitamente, los tigres, a punto de atacarse, quedan suspendidos en el aire y el cielo se ilumina. Fascinados, extasiados y ahogándose aún en adrenalina los turistas descienden del jeep.
En un teatro donde se pueden ofrecer igualmente conciertos o corridas de toros, decenas de miles de personas esperan ansiosas el juego de pelota de los grupos indígenas mexicanos.
En la penumbra se escuchan los lamentos de un caracol como si invitara a la guerra. Con la música de las flautas aparecen los actores ataviados como mayas e inicia el primer duelo. Cada movimiento es el mejor, cada pase es espectacular, cada jugador es un modelo.
Sigue el juego purépecha, esta vez la pelota es una bola de fuego, la espectacularidad es aún mayor. Y así en el mismo sitio se observa lo mejor de cada cultura en una representación que rebasa la realidad.
En un estadio de futbol se lleva a cabo el juego entre estrellas de todos los tiempos.
Jugarán los 24 mejores del mundo. Estarán juntos quienes nunca coincidieron en el tiempo real, pero ahora podrán ofrecer a cientos de miles de espectadores en vivo y a millones gracias a la televisión, sus mejores jugadas, los mejores goles y hasta las faltas más espectaculares en un solo partido. Hiper realidad.
Ningún safari real podría superar la simulación descrita. Tampoco existió ningún juego de pelota prehispánico perfecto como los descritos, ni sería posible asistir a un juego de fútbol con las estrellas de todos los tiempos. La perfección de la simulación rebasa la realidad. De haber asistido a esos eventos, cualquier safari, juego de pelota prehispánico o de futbol nos dejaría profundamente insatisfechos.
Los políticos se preparan para el debate final, con sus mejores argumentos y armas de ataque, se vislumbra una lucha a muerte. Sus seguidores se involucran emocionalmente con los candidatos, unos gritan, otros empiezan a empujarse con violencia. Se amenazan, pero al final mientras sus seguidores se odian, ellos se estrechan la mano, sudorosos, miran extasiados al auditorio, y disfrutan la violencia con que sus seguidores les defienden.
La arena política ha entrado también al escenario, la actuación no ha podido ser mejor. También los juicios son públicos, van a soltar lo leones, pero siempre no, como el merolico aquel que con una bolsa de papel en la mano parecía que en cualquier momento iba a sacar algo maravilloso, hablaba y hablaba y nunca pasaba nada, pero estaba siempre rodeado de gente a la espera de la sorpresa.
La simulación ha ido más allá de la teatralidad, la imitación o representación de la realidad, la ha rebasado. Cada vez la simulación es más real y lo real poco a poco se convierte sólo en una referencia nebulosa.
Somos como los turistas que ya no ven más los paisajes ni las obras de arte, les sacan fotos y las contemplan más que a los originales.
El pan y el circo de hoy nos fabrica una nueva realidad, una teatralidad que sobrevive aun después de que los actores bajan del escenario. Y mientras en las calles la violencia, la pobreza y la pandemia continua, los actores cenan y sonríen plácidamente.