Poder y dinero/Víctor Sánchez Baños
TLAXCALA, Tlax., 17 de noviembre de 2016.- Aman, lloran, ríen, sueñan, viven con los dispositivos en las manos. Así pasan sus días los adolescentes en el postmodernismo ultracomunicado. Tienen al mundo entre sus dedos. Están mega conectados con ciberamistades que les dan su metaidentidad en épocas de hiperinformación; son una inmensa comunidad viviendo en la más luminosa de las individualidades. La esencia de este fenómeno podría estar en la pantalla, la edad, la sociedad, el cerebro, o sabrá Dios dónde, pero el efecto en la convivencia es evidente: estira la liga del contacto y revienta el vínculo del tacto. Los hace seres light y, al mismo tiempo, da sentido de vida. Reafirma los deseos de ver y necesidad de ser vistos. Libera sus fragmentadas personalidades y los atrapa en sus redes… sociales.
Estos medios sociales ya no compiten, ahora cohabitan y complementan. Son como partes de un cuerpo, como instituciones que cubren necesidades contemporáneas. Facebook es el espacio habitable, Instagram es la alteración del río en que se vio Narciso convertido en un espejo en el baño, Twitter es la ilusión de la inalcanzable concreción, Snapchat confirma que sólo somos momentos. Y cuando se han entendido y aceptado las muestras de amistad requeridas por cada plataforma, se pasan el Whats. Así intiman y cortejan estos Simios Informatizados, Homo-Videns, Legión de Imbéciles, nosotros, todos.
La única obligación de estas nuevas amistades es pagar con la misma moneda, like con like se paga; exigen, cuando menos, un emoticón frente a la doble palomita azul; mendigan un “me gusta” y ofrecen un “te publico”; ansían un comentario, festejan un “share“, los derrumba un “unfollow“. Desbloquear el gadget es entrar a una inesperada cueva de sentimientos, ilusiones y decepciones. La soledad se va ante la primera notificación, recuerdan a los seres queridos gracias a sus memorias virtuales, las emociones se miden en megas, la privacidad está a la orden de un hackeo y las nubes se miran hacia abajo.
A sus 14 años, Renata no le da importancia a su Instagram, a pesar de sus casi mil seguidores a quienes no conoce ni le interesa conocerlos, sólo quiere que vean sus fotos, las que sube “según le guste su cuer…. su cara”. Su visión ante el peligro de estar tan expuesta es vaga, insegura. Sabe que es vulnerable, que vive en una amenaza latente, pero parece que disfruta ese riesgo, que lo corre siempre y cuando el filtro la proteja de las imperfecciones de la edad y el bloqueo la mantenga a salvo (de ella misma, quizá).
Pau tiene 16 años, cree que Facebook se parece a la realidad aunque de sus mil doscientos amigos conoce a la mitad y los otros “hay chance de que ni existan”. Así se abre la posibilidad de ser amigo de una de las 41 millones de personas que se conectan -sólo en México- a esa red. Pueden ser tiernos y tímidos admiradores, o sus padres camuflados para vigilarla o, chance, son virtuales depredadores sexuales. Hay de todo en la viña del señor Zuckerberg.
Estas nuevas criaturas digitales encuentran frustrante ver a alguien más feliz que ellos y tampoco soportan que alguien les gane a ser miserables. Y ahí van, haciendo cuentas entre bipolaridad y popularidad, penduleando entre una felicidad falsa y una depresión chafa. Quieren admiración y compasión, le ponen precio a su desprecio y también quieren lastimar y causar lástima. Avientan el meme y esconden el tag.
Guadalupe García, madre de familia y curiosa comunicadora, tomando a Snapchapt como ejemplo, resume con precisión este patrimonio generacional: a los Babyboomers les gusta conservar los recuerdos, los Millenials prefieren lo instantáneo. Así es esta nueva civilización y su forma de vida fugaz, frugal, frívola, superflua, deslumbrante, apantallante, dramática, inevitable y -todavía- incomprensible. Y, no obstante, cada vez más compatible.
Como muchas chicas de su edad, 16 años, María sueña en hacer algo que viralice su vida, ser popular en un click, que la sigan, la compartan, la odien, la envidien, la adoren; lo que sea pero que la reconozcan aunque no sea ella. Que en esta competencia por ser trend sea ella quien va a la cabeza, sin tener que usar la suya. La oferta de esta infame fama está saturada: ser deportista (fitness lover, se dicen), proteger animales, románticos que se hincan para regalar flores, actos de generosidad ante el desposeído, bajarse el escote, hacer el ridículo borracho y hasta romperse la madre. Todo tiene que estar en imagen, posteado y hundido en el abismo de los likes. De otra forma, no existe.
Y tal vez una primera alternativa para entenderlos sea sustituir la palabra “compartir” por “presumir”. Ya no nos engañan, a nadie le importa hacer parte al otro de algo propio, lo único que persiguen son las codiciosas miradas por los nimios logros, los viajes, los restaurantes visitados, el reloj en el volante, el vaso de Starbucks, el regalo a la mamá que no sabe posar para laselfie, mostrar cultura con frases budistas atribuidas a Frida Khalo, los libros no leídos, los maratones disque terminados, los zapatos comprados, los hijos recién bañados. Todo cabe en un perfil sabiéndolo acomodar.
Los adolescentes de hoy, a diferencia de la lógica, no van atrás. Dominan nuestras vidas con el control de la tecnología y ahora corremos tras ellos para no quedarnos en el olvido, ese que a todos aterra. Quizá sea la primera generación que plantea la confusión de si ellos nos alcanzaron o nosotros nos retrasamos; les suplicamos que nos hagan un espacio en su entorno mediático. Los que ya dejamos la adolescencia varias décadas atrás, no nos queda mas que amar, llorar, reír, soñar, vivir con ellos, entre sus manos.
@wensamezcuamx