Inseguridad y violencia no paran
TLAXCALA, Tlax., 11 de febrero de 2017.- El amor, dicen, es una creación del cerebro. De ahí salen las emociones, la atracción, la seducción y el erotismo. La memoria, por su parte, guarda los recuerdos que sensibilizan, que excitan; ella es la nostálgica que extraña y añora. El cerebro y la memoria dan alegrías, tristezas, enojos y fantasías; son necesarios para amar y ser amado; ilusionan y decepcionan. Y, hoy en día, el cerebro y la memoria también son aparatos electrónicos.
Sin embargo, el proceso mental no lo es todo, el amor sigue necesitando los sentidos, naciendo de la vista, aunque ya no es necesario contonearse en las plazas comerciales, buscar a la persona ideal en el metro o ser el alma de las fiestas. Ahora basta con ver en las redes sociales a los amigos de los amigos, los contactos de los contactos, para que Cupido haga su trabajo con la flecha del puntero: amor a primera visita de perfil. Pretextos sobran para agregar, aceptar, conocer y coquetear. Total, en el atrevimiento de las redes sociales siempre puedes alegar, por más ridículo que sea, un click involuntario.
Igualmente, el encuentro personal ha quedado relegado al virtual. Tan pronto como nos despedimos de esa persona que tuvimos de frente, vimos a los ojos, sentimos su piel, olimos su esencia, nos colgamos al internet para descubrir su ciberactividad. Esa realidad dice lo que la persona no puede, da más confianza el retuiteo de una frase que una palabra de viva voz; ya gusta más esa presencia virtual (por sus posts los conoceréis), y se digitalizan todos los detalles. ¿De qué sirve recibir flores si no se sube una foto? La flor se marchita en soledad; en el post decoran los timelines y perduran aunque se vaya el Wi-fi. Hasta las palabras al oído suenan más bonitas cuando están junto a una foto de los dos en el estado de WhatsApp.
Hace un par de décadas, en las escuelas el 14 de febrero ponían un buzón en el que se escribían anónimos para declarar tu interés por alguien. Si eras descubierto como el admirador secreto escribías su nombre en la pregunta de ¿Quién te gusta de la escuela? en un sitio que entonces se llamaba chismógrafo y se gritaba a los cuatro lados de la página tu enamoramiento. Ahora que se ha relativizado el concepto de privacidad, ligar por mensaje directo es un peligro: enviar uno es arriesgarse al escarnio si otros se enteran, puedes ser tomado como cobarde, arrastrado, pobrediablo. Más vale hablar claro, pública y abiertamente. La conquista debe ser exhibida, todos somos seres públicos y el público de los demás.
Igual, nos hemos convertido en celosos espías cibernéticos. El testimonio ocular duele tanto como una interacción del ser amado con alguien más (como dice el sabio: mandilón es aquél que no da like). Se investiga a la otra persona y, tras el autoconvecimiento de que ni es tan guapa y sí es imbécil, se analiza si lo propio es el reclamo o la venganza. En persona se grita, se discute, se exigen explicaciones. En las redes se desata el drama de la indirecta abierta y el ocultamiento de la última hora de conexión (escondite que el OnLine delata).
Antes uno perseguía por la calle, la escuela, la casa, ahora el peregrinar se hace por las apps, por cualquier espacio donde se pueda dejar un mensaje o, de lo contrario, se procede a cambio de estatus en la relación sentimental. Ese anuncio no sólo rompe el corazón (igual en emoticón), también humilla cuando es unilateral. Y si las redes se han convertido en una de las principales causas de rompimiento, la actualización del estatus debería tomarse oficialmente como acta de matrimonio y/o divorcio. A menos que sea un “es complicado”. De esos ni siquiera vale la pena hablar.
Y así son los nuevos amoríos. Esas descargas (¿acaso downloads?) de dopamina que produce el cerebro (¿acaso el procesador?) y se manifiestan en bellas historias que se escriben y borran a exceso de velocidad, el amor llega y se va en Infinitum. Tal vez por eso preferimos autengañarnos, enamorar y enamorarnos con iRealidades, fotos con filtro, memes melosos, y hasta de la persona más insensible que parece tierna con la carita del beso con los ojos cerrados y un corazón en los labios.
La cursilería antiguamente se representaba con una blanca paloma mensajera que se postraba en la ventana con el mensaje de amor, hoy es un vaivén de notas voz y dos palomitas azules en las ventanas del whats. Al final, la desgracia del amor imposible se sigue manifestando como esa paloma negra que, igual que al momento de stalkear: da miedo buscar y encontrar.
Decía Benedetti que no es el tiempo ni la distancia, “la culpa es de uno cuando no enamora”. Esa culpa se acrecienta en la actualidad. Con la tecnología no hay pretextos. Ahora puedes despertar, bañarte, comer, erotizarte y dormir sin perder contacto con tu pareja. La interconexión hace más soportable la ausencia, el amor de lejos es amor de dispositivos (disque positivos). Aunque esta maravilla aplica sólo cuando tu pareja está materialmente inalcanzable. Está misma posibilidad se convierte en una tragedia cuando la separación se debe a la indecisión.
La ironía postmoderna: la tecnología nos acerca cuando estamos lejos y nos separa cuando estamos cerca. En la cercanía tenemos exceso de confianza de una virtual presencia, nadie sabe lo que tiene hasta que te eliminan. En la lejanía no hay despedida más triste que el “adiós” porque se agotó la batería y esos terribles fantasmas de que se acabó el amor cuando lo que se acabó fueron los datos.
Y, a partir de la misma tecnología, uno hace todo por seguir enamorado y enamorando. Se lucha, se llora, se promete, se miente, se cachondea, se ruega, se termina, se chantajea, se reconcilia, se amenaza, se sana y se olvida. En la guerra y en el Inbox todo se vale.
Todas las culturas, de todos los tiempos, han festejado al amor correspondido y sufrido el desamor. Amar en tiempos de hiperdigitalización es sólo otra forma de vivir esta complejidad humana. Vivamos, pues, estos días del amor aunque, en la obscuridad del bloqueo, traigan noches de dolor.
@wensamezcuamx