Masacre en Querétaro, terrorismo del crimen que amenaza la soberanía
En memoria de Cristina, Jorge, Carmelita, Vidal,
Javier, Pepe, Toño, Manuel, Chelita, Miguel,
Rebe, Beto … y todos los demás que se nos
adelantaron en el camino.
Diciembre y la Navidad me ponen melancólico. Añoro la Nochebuena con mis abuelos, la casa de mis padres, el alborozo de mis hermanos, la cena que mi madre aliñaba con amor y empeño para un ejército de hijos y primos que éramos como apaches en pie de guerra contra los gachupines en Samalayuca, la legión glotona de la parentela, los villancicos, las piñatas y los cohetes.
El fin de año es de nostalgia por mis años juveniles, soñadores y despreocupados, cuando, como escribió el querido y extrañado Vidal Elías, cualquier palo de escoba era caballito. Este diciembre ha sido además doloroso. El Flaco se nos adelantó y nos dejó el recuerdo de una vida que no fue fácil, construida a su manera y sin concesiones. Se sobrepuso a tremendos achaques y al final fue como un pajarito, rodeado de hijos, nietos y toneladas de amor.
Me duele haber perdido la magia que no me dejaba dormir las noches del 24 de diciembre y del 5 de enero en espera del Niño Dios, del gordo de rojo y de los tres magos cargados con regalos.
Cuando crecí y la verdad me fue revelada, no me gustó. Lo racional y el espíritu navideño no se llevan.
La añoranza decembrina tiene que ver con la inocencia. Los inocentes pueden mirar el futuro sin parpadear.
Los mayores andamos por la vida con la conciencia de que somos finitos y de que el tiempo se nos escurre entre los dedos.
Creo que por eso hacemos de la Navidad una temporada de compartir. Damos algo para que los demás nos recuerden.
Un querido amigo que es como mi conciencia periodística, sostiene que este ritornelo anual de columna es de nostalgia por mi etapa de monaguillo.
Quizá tenga razón. Aquel tiempo en que conocí al hermano Marciano, aprendí a tomar vino de consagrar con pan de hostia y experimenté la fascinación mezclada con horror de ver volar el incensario desprendido en una vuelta de cadena rumbo al altar en el momento de la consagración… fue igual de formativo que el hogar y las aulas…
¿Mas, qué puede ofrecer un aprendiz de escribidor, un grafococo, a sus lectores sino unas cuantas letras más? Así pues, aquí presento a usted, envueltos en papel rojo y adornados con una rama de fragante pino, y como cada año desde que nació Juego de ojos, dos textos.
Se puede estar o no de acuerdo con ellos. Creo que tienen un mensaje y mueven a meditar.
El primero es de Jim Bishop, un periodista gringo fallecido en 1987. El segundo, de autor desconocido.
¡Felices Pascuas!
“Hubo un hombre nacido de padres judíos en una oscura aldea, que creció en otro pueblo igualmente desconocido, trabajó en una carpintería hasta los 30 y después durante tres años fue predicador ambulante. Nunca escribió un libro, nunca ocupó un cargo, nunca poseyó una casa. No tuvo familia, no fue a la universidad, no puso pie en ninguna gran metrópoli y no viajó más allá de 300 kilómetros de su lugar de nacimiento.
“Jamás llevó a cabo ninguna de las hazañas que supuestamente deben acompañar a la grandeza. Cuando aún era joven la opinión pública se volvió en su contra, sus seguidores lo abandonaron, fue entregado a sus enemigos y sometido a una farsa de juicio. Sus verdugos se rifaron su única propiedad, una manta. Al morir, su cuerpo fue colocado en una tumba prestada.
“Sin embargo, ni todos los ejércitos que han hollado la faz de la tierra, ni todas las armadas que han surcado los mares, ni todos los parlamentos que han sesionado, ni todos los soberanos que han reinado, juntos, han transformado la vida del hombre en la tierra como lo hizo ese único, y solitario, varón.”
Aquí el segundo pensamiento:
Si usted tiene comida en el refrigerador, un techo, un lugar para dormir y ropa, es más rico que el 75% de la población del mundo.
Si tiene dinero en el banco y en el bolsillo y algo de morralla en algún lugar de la casa, es parte del 8% de los más ricos del planeta.
Si hoy amaneció en buen estado de salud, es más afortunado que el millón de seres humanos que no sobrevivirán esta semana.
Si nunca ha vivido el peligro de una guerra, la soledad de una prisión, la agonía de la tortura o los dolores de la hambruna, su suerte es mejor que la de 500 millones de seres humanos en el mundo.
Si esta Nochebuena acude a un templo sin miedo a ser perseguido, agredido, arrestado, torturado o asesinado, sus bendiciones son mayores que las de tres mil millones de personas en el planeta.