Contexto
Afectado por una intempestiva neumonía, Benedicto XV (Giacomo della Chiesa) compartía aquel enero de 1922 uno de sus principales anhelos sabiéndose inclinado en el umbral de su muerte: “Ya que ha sido señalado el amanecer de días mejores… nos es dado desear que a la promisoria aurora le siga pronto el luminoso mediodía de días más hermosos para la Iglesia y la sociedad civil”.
Aquel deseo no era menor ni ingenuo, este pontífice vivió plenamente involucrado en la llamada ‘Gran Guerra’ (‘terrible noche, oscura hora’, la llamaría) que nosotros conocemos como la primera mundial. Della Chiesa sólo tenía tres meses como cardenal cuando fue electo pontífice en medio de una guerra entre imperios y su misión parecía no tener otro objetivo que favorecer la paz mediante la estabilidad: “Por todos lados domina el temible fantasma de la guerra: apenas hay lugar para otro pensamiento en la mente de los hombres… Imploramos a reyes y gobernantes que consideren los ríos de lágrimas y de sangre ya derramados, y que se apresuren a restaurar a las naciones las bendiciones de la paz”, dijo en su primera encíclica a dos meses de iniciar su papado.
Y en su primer discurso navideño en 1914 (por fortuna conservado íntegro y con celo por la Santa Sede hasta en las interjecciones toscanas que profirió indignado), Benedicto XV expresó: “¡Deh! ¡Que caigan por tierra las armas fratricidas! ¡Que caigan finalmente estas armas ya demasiado manchadas de sangre! ¡Y que las manos de los que han tenido que tomarlas ahora vuelvan a las obras de la industria y del comercio, que vuelvan a las obras de la civilización y de la paz! ¡Deh! Que por lo menos hoy, los gobernantes y los pueblos escuchen la voz angélica que anuncia el don sobrehumano del Rey naciente, ‘el don de la paz’, y que manifiesten también esa ‘buena voluntad’ con las obras de justicia, fe y mansedumbre que Dios ha puesto como condición para el disfrute de la paz”.
La historia nos revela que ni estos ni varios subsecuentes llamados a la paz de Benedicto XV serían tomados verdaderamente en cuenta por los líderes de los imperios que, enfrascados en sus obsesiones por el control y la dominación de vastos territorios a través de las armas, los ejércitos y las alianzas, no alcanzaron a ver cómo se escapaba toda una era de entre sus manos.
El mismo Della Chiesa, limitado indudablemente por su contexto, tampoco advirtió esos cambios. Forjó a todo un cuerpo de cardenales cuya función no fue otra que la de mantener canales diplomáticos entre los imperios a favor de la estabilidad y de la caridad entre los desastres de la guerra (Benedicto XV será recordado por su intensa gestión humanitaria a favor de los niños huérfanos y hambrientos, de los prisioneros de guerra y de los miserables víctimas de las economías de guerra); pero, si al inicio del conflicto el pontífice hablaba de ‘reinos y pueblos’; al final de sus días, y a pesar suyo, elevó preces por la ‘sociedad humana y la sociedad civil’.
La Gran Guerra rompió definitivamente los principios y mecanismos internos de los imperios tradicionales y abrió camino a la incipiente ‘sociedad de naciones’ con nuevas ideologías y fundamentos de gobierno. Sólo la voz del Papa, durante y después de los conflictos, urgió siempre a la unidad y a la adhesión a los principios cristianos como única respuesta frente a los males derivados de la tensiones entre los poderes; incluso en su encíclica ‘Pacem, Dei munus pulcherrimum’ (La paz, hermoso don de Dios) sigue advirtiendo lo frágiles que son los acuerdos si detrás perviven sentimientos de odio y enemistad.
Benedicto XV comprendió el fin de la guerra como una ‘promisoria aurora’ que requería poner manos la obra: “No ha habido época de la historia en que sea más necesario dilatar los senos de la caridad como en estos días de universal angustia y dolor; ni tal vez ha sido nunca tan necesaria como hoy día al género humano una beneficencia abierta a todos, nacida de un sincero amor al prójimo y llena toda ella de un espíritu de sacrificio y abnegación”.
Duró poco este deseo porque los tambores de guerra volvieron a sonar en todo el mundo. Pero justo hace cien años, deshechas y rehechas casi todas las fronteras, el primer pontífice que hizo de la diplomacia el mejor recurso para favorecer el bien común entre naciones y estados plurales, diversos y, sobre todo, seculares sintetizó el deber de las naciones modernas: “En efecto, no se trata sólo de aliviar a los pueblos de cargas ahora insoportables -que no es poca cosa- sino también -y lo que es más importante- de evitar en lo posible los peligros de nuevas guerras”.
Benedicto XV falleció el 22 de enero de 1922; fue extensamente reconocido como un artífice de la paz.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe