Poder y dinero
Meade y Peña Nieto, en jaque
Los dos meses de precampaña -un periodo que terminó oficialmente ayer- permitieron a Andrés Manuel López Obrador consolidar la ventaja que había tenido en las encuestas desde mucho tiempo atrás, y en cambio pulverizaron la probabilidad de que el aspirante del PRI, José Antonio Meade, repuntara en las preferencias de los electores.
No es novedad que el precandidato de Morena mantenga la delantera –por once puntos porcentuales sobre Ricardo Anaya, según la encuesta publicada el martes pasado por el diario El Financiero–, sino el notorio y catastrófico estancamiento del precandidato del PRI, que no ha podido ascender al segundo lugar en las encuestas por más golpes que lance contra Anaya para intentar desplazarlo.
No parece posible ya que en los tres meses que durarán las campañas formales, entre abril y junio, pueda Meade alcanzar el segundo sitio y erigirse en el antagonista de López Obrador con la esperanza de empujarlo hacia la derrota. La elección será entre López Obrador y Ricardo Anaya.
Todavía hace tres meses, poco antes de que se oficializaran las coaliciones y de que el PRI optara por Meade, los estudios concedían un empate teórico entre las tres alianzas (PAN-PRD-MC, Morena-PT antes de que se sumara el PES y PRI-PVEM-Panal), pero por encima de ese escenario se alzaba imbatible López Obrador como el precandidato con la mayor probabilidad de ganar la Presidencia. Ese escenario es el que murió en las precampañas para abrir paso a la polarización entre las coaliciones encabezadas por Morena y el PAN.
En los dos meses de precampañas no se produjo el efecto al que apostaron el PRI y el gobierno de Enrique Peña Nieto, según el cual una vez destapado su candidato se desataría el furor entre el electorado. Ese furor no apareció ni dentro del PRI, donde las bases (y por consiguiente muchos dirigentes, incluso del primer nivel de la nomenclatura priista) claramente rechazan a Meade como su candidato. En ese fenómeno se aprecia reciprocidad, pues Meade tampoco se distingue por su entusiasmo entre las masas priistas. Quién sabe si realmente pensaron las cúpulas priistas en cambiar de candidato, como lo dijeron varias veces López Obrador y Anaya y mucho se especuló en los periódicos, lo cierto es que el contexto y el desempeño de Meade sugerían a gritos esa posibilidad. No sucedió ni sucederá, por la razón de que esa maniobra equivaldría a la derrota del PRI antes de llegar a las urnas.
A escasos dos meses de haber sido ungido Meade como candidato del PRI, el modelo elegido por el presidente Peña Nieto para su sucesión fracasó y mostró su inviabilidad. Se equivocó Peña Nieto al tomar el control absoluto de su sucesión como solían hacerlo sus antecesores en el viejo régimen, cuando designar al candidato del PRI era designar al próximo presidente. Ese absolutismo era incompatible con la realidad política del país y los avances democráticos que, pese a todo, experimenta la vida pública nacional. No es Meade por sí mismo el que no puede, es el antiguo modelo sucesorio empleado por Peña Nieto el que no encuentra acomodo en el que al final es otro país.
Eso debía saberlo Peña Nieto, pues para ello basta con revisar las encuestas sobre su popularidad. En el momento en que tomó la decisión de designar sucesor a Meade, en noviembre pasado, sólo 31 por ciento de la población aprobaba el trabajo de Peña Nieto, frente a un impresionante 64 por ciento que lo reprobaba. (El Universal, 21 de noviembre de 2017). Ese dato supone una repulsa social hacia el gobierno. Para otras cosas ni siquiera es necesario recurrir a encuestas, como la crisis imparable en materia de seguridad y la pobreza. En esas condiciones, ¿cómo podía esperar el presidente que la designación de Meade, que significaba en primerísimo término la continuidad de su gobierno, recibiera una aprobación que ni él tenía?
Aparte de las prendas personales o de las incompetencias que pueda tener el ex secretario de Hacienda, el factor decisivo que le impidió a Meade en estos dos meses hacer despegar su candidatura fue su excesivo y evidente compromiso con el gobierno de Peña Nieto. Para recuperar la posibilidad de dar la pelea en la contienda, le habría sido preciso romper con el presidente que lo designó, pero eso no está previsto en el guión del poder, y ni puede ni quiere él hacerlo. Por eso el aspirante del PRI terminó su precampaña con apenas el 22 por ciento de la tendencia del voto, frente al 38 por ciento de López Obrador y el 27 de Anaya, de acuerdo con la encuesta de El Financiero. Es decir, la precampaña no le sirvió de nada. Tendrá Meade un mes y medio para pensar qué hacer en los tres meses de la campaña formal, aunque no se ve qué pueda realmente hacer para poder correr si lleva sobre sus espaldas el gobierno de Peña Nieto. Si el gobierno no mete las manos para inflar a su candidato, se reduce a casi nada la probabilidad de que el aspirante del PRI salte del tercer lugar a la victoria.
En resumen, la disputa es entre López Obrador y Ricardo Anaya.
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