Poder y dinero
Dos graves irresponsabilidades políticas se han permitido ciertos líderes de la Iglesia católica en México durante las campañas políticas: Ser permisivos ante la recurrente violación de sus ministros de culto a las leyes electorales y ser ambiguos respecto a los valores democráticos que su doctrina social sopesa y considera.
El 21 de mayo pasado, por ejemplo, la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) firmó y divulgó el mensaje “por el bien de México” respecto a la jornada electoral del 2 de junio; en él hizo ponderaciones dirigidas a siete destinatarios específicos: electores, funcionarios de casilla, autoridades electorales, miembros de partidos políticos, medios de comunicación, autoridades civiles y fuerzas armadas. A cada sector se le dirigió un mensaje exhortativo recordando a cada destinatario su responsabilidad en el proceso electoral.
Desde cierta superioridad cívica y ética, la jerarquía católica indicó qué papel debía asumir cada gremio ante las elecciones pero se olvidó dirigir un mensaje no sólo orientador sino claramente instruccional a sus ministros de culto para que respetaran la ley y mantuvieran sus filias o fobias políticas lejos del púlpito parroquial o virtual. En consecuencia y ante la ausencia de instrucción, no pocos sacerdotes, capellanes y monseñores han obrado con esa especie de ‘patente de Corso’ para partidizar y utilizar toda plataforma pública a su alcance con el fin de intentar influir o manipular la libre decisión de su grey para votar por los candidatos o partidos políticos de su interés y preferencia.
Sólo el arzobispo de Monterrey, Rogelio Cabrera López, hizo un oportuno pronunciamiento fuera de la estructura del colegio episcopal para exhortar a los sacerdotes y a los obispos de México “a respetar las leyes electorales y el voto libre de los ciudadanos”. En contraste, otros pastores y élites presbiterales han maniobrado sus intereses políticos y partidistas con mayor o menor prudencia: unos a través de organismos eclesiásticos amparados bajo la marca ‘laical’; y otros, directamente desde el púlpito, revestidos para las ceremonias religiosas, emitiendo posicionamientos políticos encaminados a manipular la decisión electoral de su feligresía.
Sin duda son debatibles los principios bajos los cuales la ley en México aún prohíbe expresamente a los ministros e iglesias que participen en política o hagan proselitismo; algunas limitaciones, por ejemplo, son francamente prejuiciosas y ya no responden ni a la realidad de República laica pluricultural que somos ni a la plena libertad religiosa moderna que opera como derecho humano fundamental.
Y, sin embargo, el asunto de la violación a las leyes mexicanas es sólo la mitad del problema: En algunos asuntos de exclusiva índole moral católica y de orden canónico, la jerarquía católica ha renunciado a su responsabilidad de actuar en paralelo o independientemente a las investigaciones de las autoridades civiles. Como en el caso de las denuncias de abuso sexual o las acusaciones sobre la presunta vida disoluta de algún ministro: basta el escándalo público para que las instancias religiosas estén obligadas a investigar y a resolver en materia moral y canónica. Incluso si una autoridad civil absolviera de delito a algún miembro de la Iglesia, eso no quiere decir que eclesiásticamente se deje de investigar o sancionar al inculpado. La legitimidad del gobierno pastoral de la Iglesia radica en la atención y resolución de sus conflictos; y no debería depender si existe o no un expediente abierto en la Secretaría de Gobernación o en algún tribunal civil.
Y eso nos lleva al segundo punto: la ambigüedad respecto a los valores democráticos que la Iglesia “aprecia”. Dice el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia que “una auténtica democracia no es sólo el resultado de un respeto formal de las reglas, sino que es el fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran los procedimientos democráticos”. Dichos valores son la dignidad, los derechos humanos y el bien común. La orientación partidista electoral de un ministro de culto sobre el laico vulnera en cierta medida esos valores.
El laico no es peor ciudadano que el ministro de culto que se empeña en educar en civismo al feligrés; el proselitismo partidista o la orientación al voto desde el culto religioso o a través de organizaciones controladas por líderes religiosos cuestiona la calidad, dignidad y madurez de los laicos católicos y de su ciudadanía; además, el anatemizar o insultar directamente a algún laico, feligrés o creyente por su orientación política va en contra de sus derechos de libre expresión, asociación o participación tanto en el gobierno como en alguna asociación política pacífica. Finalmente, si el bien común depende del sano pluralismo social, todo acto que pretenda uniformar o segregar a la comunidad humana es un pecado social y un antivalor para la democracia. Que no exista sanción civil para esto, no quiere decir que no deba haber una orientación pastoral o fraterna corrección a quienes vulneren estos principios.
Sobre esto tiene que aprender mucho la jerarquía parroquial y diocesana: es indiscutible que vivimos en una sociedad plural la cual es imposible de gobernar apelando exclusivamente a la revelación o a la autoridad de las tradiciones. Ante la tentación autoritaria (relativizar o apropiarse en exclusiva de los valores democráticos) de las cúpulas eclesiásticas habrá que recordar el verso: “Hay caminos que parecen rectos, pero al cabo, son caminos de destrucción”.
O como diría Elsa Tamez, una de las principales voces exegéticas del siglo XXI: “Temor de Dios no significa tener miedo a Dios, sino simplemente reconocer con respeto que las vidas humanas le pertenecen a Él [y no a nosotros]. El temor de Dios condiciona las actitudes, intenciones, y acciones en la vida diaria, en el trato con los demás”. Así que si los ministros de culto no quieren respetar las leyes civiles nacionales que les exigen no adulterar la prédica religiosa con sus intereses partidistas, por lo menos que lo hagan por respeto y obediencia al Creador.