Visión Financiera/Georgina Howard
Querido padre:
Estado de México, 29 de enero, 2017.- Cuando te fuiste de esta olvidada tierra justo al pie de la asoleada montaña, las cosas estaban mal; hoy, con los vendavales otoñales sacudiendo la arboleda donde sujetaste a las ramas una cuerda y una llanta de camión vieja anhelando un día ver a tus nietos columpiarse sobre ella, la situación empeora.
Hace meses que no sabemos de ti. Las paredes inconclusas de la casa que le construías a mi jefa con la feria que mandabas cada semana, acumulan polvo y te delatan. Te has ausentado sin dejar rastro alguno. Te largaste al monte y ni las cabras dejaste, cómo decía mi abuela. Las goteras en el techo se ensanchan ante tu ausencia y nos inundan la sala con el agua de lluvia que sabe a congoja por tu ausencia. Ni una llamada, padre, ni una cartita ni un giro al que le falte dinero pero le sobre certeza.
Te perdimos la pista el mero día de la fiesta del santito del pueblo. Días antes llamaste para prometer visitarnos después de tantos años al otro lado del río. Ora si vas a conocer a ,,,tus nietos, te dije, ya están re grandotes y nada más no se callan: hablan y hablan y hablan. Nos emocionaste con aquello de que habías comprado una camionetota roja, más grande que la de don Porfis, el de la tienda, y que te vendrías en ella desde los United nada más para ver la cara de envida de tu compadre Neto, cuando te viera llegar al pueblo trepado en tu troca.
El día de la fiesta, mi jefita se lució. A todas las doñas les anduvo presumiendo que su viejo regresaba, que habías hecho hartos dólares y que a lo mejor pasando las fiestas del pueblo nos llevabas a tu casa al otro lado de la frontera. Se lució preparando el molito verde de pepita que tanto te gusta. Lo dejó en su punto: tan espeso y dulce que daba gusto servirse. La jefita aventó al comal tortillas hechas a mano y te guardo celosamente una botellita del chínguere que tanto te gusta. Pero no llegaste, apá; tampoco la troca ni los billetes verdes ni la promesa de conocer a mis escuincles.
Hubieras visto, apá, cómo pasearon al santito por cada esquina del pueblo: vueltas y vueltas, apaito, para que todos los viéramos. Ahí lo llevaban cargando los orgullosos mayordomos, ataviados con sus garritas más lucidoras; el santito hasta sonreía, vestido con sus ropones verdes resplandecientes y su corona de oro que le compramos entre todos los del pueblo, menos tu primo el Mike, que disque porque es testigo y a él no le gusta esa onda de las imágenes… Y la banda, apá, la banda retumbando la tambora de un lado a otro, atrás de la procesión que escoltaba al santito, entre rezos y niños jugando y cohetones multicolores.
Las polvorientas calles te extrañaron, decoradas con el papel picado de colores que fabrican a mano, durante todo el año, las bonitas hijas de Zenaida, mi suegra.
Ahí las tienes todos los domingos, después de misa, afuera de su casa, con sus ojos bonitos y sus manos blancas y sus sonrisas picaras, pique y pique papel para decorar los cables de luz y los postes y todo lo que se pueda cuando llega la fiesta del santito. Las calles se miran limpias, apá, y entre tantos colores, el polvo rojo que germina de las chimeneas de la fabrica de ladrillos ni se nota. Lucila también te extrañó. Lloró tanto que hubo que arrastrarla fuera de la casa, con su vestidito ampón color de gardenia y su peinado de tupe y trenza. La hubieras visto, apá: chula cómo mi madre, pero aún con el brillo inocente y diáfano clavado en los ojos. Fue la mera reina de las fiestas, la que más boletos vendió, gracias a los dólares que le mandaste.
Durante el baile, con la noche sembrando estrellas en el cielo, todos preguntaban por ti: ¿Apoco no va a venir el compadre –cuestionaba don Neto–, apoco nos va a mal airear con este castillote de pirotecnia? Si éste es el más grande que hemos tenido; ¿Y don Paco, a qué hora llega: no me diga quién nos va a hacer el feo con los litros de tejuino que mandamos a traer, na más para que se acuerde lo rico que se bebe en su pueblo?
Y yo, yo nada más sonreía e inventaba que seguro ya venías en camino: ¿Cómo va usted a creer que va a faltar, les decía, si ya ve que mi jefe es más puntual que el gallo enfermo de Artemio?; aquél que te despertaba antes del alba, cuando salías a ver como había amanecido la siembra: ¿te acuerdas?
Aquí los campos están secos, ya nadie trabaja la tierra: a los viejos les duelen tanto las manos que se la pasan sentados en el kiosco mirándolas, como recordando añejos tiempos, mientras los chavos se pasean montados en las trocas jugando al mafioso, con la fusca encintada y la muerte siguiéndoles los pasos. Además, la helada se tragó los maizales y no hubo quién me ayudara a levantar el rastrojo. Los animales cada vez respiran más lento, con los ojos llenos de tristura y las rodillas cediendo ante el tiempo. Tu jamelgo, el Prieto, ya no me mira; relincha y le cuesta agarrar carrera cuando vamos a pasear a la loma, a buscar zopilotes y víboras cincuate, cargando al hombro la escopeta, siempre lustrosa, del abuelo Lupe.
Pero ya no te agüito más, padre. Ayer vi en la televisión una camioneta roja, igualita a la que nos platicaste que tenías durante tus llamadas sabatinas. La encontraron fuera del camino, hace unos días, muy cerca de la frontera, volteada, con las llantas humeando y las puertas hartas de boquetes de bala, tantas cómo las goteras que decoran este techo. Me acordé de ti, de tu ausencia, de las llamadas no contestadas y los giros sin enviar. Espero recibas esta carta pronto.
Tu hijo, Marcos.
@Emilixxx
noestoylocoemilio.blogspot.mx