Poder y dinero/Víctor Sánchez Baños
Felipe de J. Monroy*
Para demostrar el ocaso de una época en que las cartas abiertas significaban algo (si es que alguna vez lo hicieron), la política mexicana nos trajo un episodio dramático. En el primer acto aparece una carta abierta en tono alarmista sobre el riesgo de la democracia y la actitud suicida de la administración pública, viene firmada por un grupo de personas que, en el imaginario mediático, se identifican como intelectuales; en el segundo acto, el presidente de la República publica una carta en tono de sorna acusando a los firmantes de ser, ni más ni menos, heraldos de la traición a la patria.
Estos podrían ser los ingredientes para una magnífica historia, épica, detonadora de un requiebre auténtico y lo ideal sería que el tercer acto fuera glorioso, disruptivo, digno de inscribirse en la epopeya nacional. La experiencia, sin embargo, nos dice que ni la carta del gran Víctor Hugo llegó a tiempo para convencer a Juárez de no fusilar a Maximiliano ni ninguna otra carta abierta ha aliviado los sufrimientos de ningún pueblo. Las cartas abiertas, los desplegados o las manifestaciones de adhesión intelectual colectiva que rentan un espacio visible en los medios de comunicación suelen tener otros intereses, a veces disfrazados de legítimas denuncias.
Quizá por eso tiene razón López Obrador al afirmar que la carta de los intelectuales revela más de sus obsesiones y posiciones que la esperable argumentación sobre la naturaleza del conflicto que alertan; que la carta evidencia más sus intereses personales en una egoísta agenda particular que la búsqueda del bien común. Y tiene razón porque él también escribió una carta de idéntico utilitarismo político, aunque desde la esquina contraria.
Jorge Ibargüengoitia decía que las cartas abiertas tienen una doble finalidad: una es poner en paz la conciencia respecto a la posición personal en un conflicto; y la segunda, igualarse con los otros firmantes. Y esto último suele ser más importante que el contenido de la carta en sí. El lúcido escritor explicaba: “Tan fuerte es la tentación [de suscribir una carta] que sospecho que con tres o cuatro firmas ‘buenas’ de anzuelo, muchos suscribirían un documento en el que se pidiera, en vez de la supresión, la intensificación de los bombardeos”.
Los ‘abajofirmantes’ definimos nuestra posición histórica ante un conflicto, ya sea en solidaridad legítima pues podríamos padecer la misma injusticia (un colectivo de madres de desaparecidos, una comunidad de mujeres ultrajadas, un grupo de médicos y enfermeras sin equipo ni medicinas) o a través de la solidaridad distal (como reprochar la guerra en Siria o denunciar el hambre que padecen niños que no son de mi cuadra). Esto último lo solemos hacer desde la comodidad de nuestros empleos y escritorios, sin mucho qué perder ni mucho por ganar.
Aunque este episodio de las cartas abiertas tenga tintes de comedia involuntaria, tenemos que agradecer, sin embargo, la supervivencia misma de este recurso político. Porque reflejan la expresión de una sociedad plural, participativa y donde aún no ha muerto la libertad de expresión: si una carta abierta que denuncia el riesgo de la democracia en un país sale a la luz, ni hay tanto peligro ni está todo perdido.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe