De norte a sur
Mientras a nivel internacional se busca proscribir o limitar formalmente la libertad religiosa y la participación de las identidades religiosas en las sociedades contemporáneas; en México, la menos la Iglesia católica ha dado un paso al frente para participar de lleno en la vida pública del país, no como una organización proselitista o propagandística de un credo sino como una extensa y diversa estructura social que recoge del pueblo sus voces y preocupaciones, y busca colocarlas al frente del debate político del que fueron proscritas hace décadas, ya sea por las cúpulas partidistas o por los poderes fácticos.
Sin duda, habrá sectores que reaccionen negativamente a la convocatoria que hizo esta semana la Iglesia a Claudia Sheinbaum, Xóchitl Gálvez y Jorge Álvarez para a firmar un acuerdo de paz nacional y para comprometerse a asumir en sus políticas públicas –de llegar a la Presidencia– las propuestas emanadas del largo camino del Diálogo Nacional por la Paz, que realizó la Iglesia católica junto con múltiples organizaciones y estructuras intermedias de la sociedad durante los últimos dos años.
Dichas reacciones negativas pueden ser resabios de nuestra historia patria (que no explicaré aquí) pero también parte de lo que hoy se promueve a nivel internacional, especialmente a través de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Organización de Estados Americanos (OEA). Se trata de una “nueva política” frente a la libertad religiosa de los pueblos y los ciudadanos del continente.
En esta redefinición de los estándares interamericanos sobre libertad y creencia formalmente se dan cabida a reflexiones altamente cuestionables como el que la libertad religiosa es una amenaza o un obstáculo a la garantía de ciertos derechos humanos o de ciertos colectivos; por ello, hoy muchos de los debates jurídico-culturales pretenden suprimir el derecho a la objeción de conciencia, el derecho a la libertad de expresión religiosa en el espacio público e incluso condicionar el derecho a la libertad de elección de los padres a la educación religiosa de sus hijos y hasta el derecho a la interacción cultural y solidaria de las instituciones religiosas con comunidades vulnerables o localidades marginadas.
Esto nos retorna a la reciente propuesta que las instancias católicas de México lanzaron para convocar a los aspirantes a puestos de elección popular a asumir un compromiso por la paz (se anunció que el acuerdo no se limitará a las elecciones federales sino a las estatales y municipales). Porque el debate realmente no pasa sobre el derecho que los creyentes y las instituciones religiosas tienen de participar del foro público o cooperar en la incidencia de políticas públicas; sino en lo que dicha participación representa para el orden social, la gobernabilidad y la construcción de paz.
La convocatoria pública y abierta de los obispos, las congregaciones religiosas y la Compañía de Jesús en México a las candidaturas políticas en este proceso electoral no sólo es audaz e inédita, es una propuesta disruptora de las argumentaciones antirreligiosas que, a nivel global, buscan no sólo la separación entre Iglesias y Estado sino que exigen cierta esquizofrenia identitaria al ciudadano creyente (para dividir su psique como ciudadano en el espacio público y como creyente en los espacios restringidos para la práctica de su fe). Porque, en principio, esta convocatoria a las élites políticas (que terminarán gobernando y administrando la función pública) no busca colocar agendas cupulares o de grupo sino poner en la mesa las inmensas diversidades de un pueblo mexicano cuya voz y palabra no suelen estar presentes en el proceso electoral de su propio país.
El Diálogo Nacional por la Paz ha sido un esfuerzo de largo aliento que recogió de diversos foros y conversatorios realizados en el territorio mexicano y en la pluralidad de expresiones socioculturales y económicas del país. Tanto las ‘buenas prácticas’ de construcción de paz como las propuestas de política pública de las y los mexicanos ‘de a pie’ fueron tomadas en cuenta, sistematizadas y organizadas por especialistas de diversas disciplinas; las instancias eclesiásticas, que son referentes diseminados en toda la nación, han sido apenas un vehículo de promoción para que la voz de los pueblos llegue a los oídos de los tomadores de decisiones y, ahora, esperarán que el próximo 11 de marzo los contendientes por la Presidencia firmen y asuman en sus plataformas dichos acuerdos.
Claramente, la necesidad de este Diálogo Nacional por la Paz surgió de una acuciante preocupación compartida sobre el clima de violencia en el país; sin embargo, su mera existencia y ahora su audaz y libre participación en la esfera política y social, evidencia parte de los avances democráticos en México, los cuales no dependen ni están constreñidos a las instituciones electorales sino a la libre organización, la participación, la pluralidad y la diversidad, e incluso la libertad religiosa que no se limita al ejercicio de prácticas rituales sino a la participación transversal de la fe personal y comunitaria en la vida pública.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe