Contexto
Carlos Ramírez
Si bien la tesis de que las causas reales de la inseguridad y la violencia eran sociales, políticas y de presencia institucional era válida en la nueva estrategia de seguridad del gobierno de López Obrador, las necesidades presupuestales para atenderlas con eficacia rebasaron con mucho las posibilidades franciscanas-calcutianas de las finanzas públicas.
Por ello el nuevo paradigma social de la seguridad pública ha dejado de ser prioridad.
La necesidad de recursos financieros para modificar la correlación de fuerzas sociales en las comunidades invadidas por grupo criminales y para reactivar el desarrollo es mucho mayor que la disponibilidad de dineros por la caída de los ingresos provocada por la recesión del coronavirus.
Los puntos máximos alcanzados en la nueva estrategia se agotaron en la creación de la Guardia Nacional y en el inicio de la nueva formación de policías locales.
Sin embargo, crear una nueva policía local requeriría muchos más recursos de los pocos disponibles. Las necesidades son muchas: salarios, entrenamiento, educación, equipamiento bélico y capacitación.
La crisis económica le va a pegar muy duro a las finanzas públicas: el PIB calculado de alrededor de -12% en 2020 disminuirá la recaudación fiscal y las prioridades presupuestales serán los subsidios no productivos a once programas presidenciales y a tres obras insignias que tendrán poco efecto en la demanda regional.
La política presupuestal en materia de seguridad era una apuesta muy alta por los objetivos originales, a pesar de que buena parte de ellos fue sólo resignación de gasto ya determinado.
Sin embargo, la seguridad pública venía de sexenios anteriores con muchas limitaciones de gasto.
Los gobiernos de Calderón y Peña Nieto se confiaron en el hecho de que el desplazamiento de buena parte de las fuerzas armadas a tareas de apoyo en seguridad no implicaba presupuesto adicional.
Pero la reconstrucción de todo el aparato de seguridad iniciada por el gobierno actual planteó de origen necesidades de gasto que rebasaban las partidas asignadas en el presupuesto.
Aunado a ello, hubo otro problema no asumido: la estrategia de “abrazos, no balazos” permitió la consolidación y expansión de las bandas criminales en toda la república y por ello aumentó la necesidad de mayor seguridad y más gasto operativo.
Los grupos criminales crecieron en número de efectivos y su movilización en toda la república exigió mayor presencia de seguridad pública en zonas no consideradas.
En este sentido, el cambio de paradigma no tuvo el apoyo presupuestal necesario.
Y la reforma en el sector judicial, en el área de penales y sobre todo en el rubro de policías locales se hizo sin recursos y por ello quedó estancada, pero con un avance mucho mayor de efectivos y presencias criminales.
A ello se debe agregar el hecho de que la política de bienestar para seguridad no se agotaba en el subsidio directo a los jóvenes, sino que requería de apoyo del Estado para promover mayor crecimiento económico, más actividad productiva y mayor presencia institucional en zonas calientes.
Pero tampoco hubo dinero para ello.
La recesión provocada por el coronavirus, la crisis en las finanzas públicas por las prioridades presidenciales y la ausencia de programas de desarrollo regional y hasta municipal van a tener efecto negativo en un aumento en la inseguridad y una mayor presencia de dinero delictivo para las sociedades rurales marginadas.
Ley de la Omertá
El caso de Emilio Lozoya Austin parece haber sido sobreestimado en las esferas actuales del poder, porque la corrupción política podría alcanzar a funcionarios actuales del gobierno de la 4T que trabajaban para el PRI o para el PRD en la primera mitad del gobierno de Peña Nieto.
Y la caja de Pandora podría afectar la estabilidad del grupo actual en el poder.
En el régimen político priísta no opera, como pudiera pensarse, la ley de la omertá o el código mafioso de silencio.
La compra de votos para aprobar leyes en el congreso o la entrega de dinero a la oposición para ajustarla a espacios de gobernabilidad el gobierno en turno es la forma más común de mantener el precario equilibrio.
Y se trata de situaciones del todo conocidas.
Lo que sí debiera enfatizarse –pero parece que no se hará– sería el papel de la corrupción política como una forma de delito criminal judicial.
En Estados patrimonialistas y sociedades políticas basadas en el trueque, la corrupción es la moneda corriente de compra-venta de decisiones institucionales.
En las fases autoritaria y de distensión del régimen priísta mexicano, la corrupción se generalizó hasta en pequeños detalles.
De querer darle una utilidad, el caso Lozoya debiera trasladarse al ámbito judicial para indiciar casos de delitos en tráfico de influencias y en circulación de dinero clandestino. Pero usarlo sólo para el desprestigio de adversario podría servir para unas cuantas semanas.
Zona Zero
El mensaje real que envío el Grupo Elite del Cártel Jalisco Nueva Generación no se encuentra en los videos de demostración de su capacidad de fuerza –engañosa o existente–, sino en la presentación formal del grupo.
Se trata de una unidad delictiva especial para trabajos de operación efectiva contra adversarios, hoy colocando al líder del Cartel de Santa Rosa de Lima de El Marro como objetivo.
Es decir, que los cárteles parecen tener ya sus equipos de fuerzas especiales con entrenamiento exclusivo para guerras criminales.
En Guanajuato pareció haber ya un acuerdo entre autoridades locales y federales. Pero como se dice en lenguaje policiaco: demasiado tarde, demasiado poco y demasiado confuso.
El problema ya está muy avanzado en la guerra entre El Marro y El Mencho del CJNG. Además, se requerirá de un relevo de cuadros locales y federales que atienden la región y nuevas estrategias de persecución judicial de delincuentes, además de mayor actividad de la Guardia para recuperar zonas territoriales ocupadas por los cárteles.
El autor es director del Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.
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@carlosramirezh
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