De norte a sur
Fidel Castro fue, por sobre todas las cosas, un hombre de la Guerra Fría. Juzgarlo desde otra perspectiva es dar una opinión coja. Si algo se le aplaudió a rabiar a Castro fue su determinación para enfrentar desde una pequeña Isla a 60 millas de la Florida, a la política agresiva e intervencionista de Estados Unidos… en la Guerra Fría.
México hizo bien en no romper relaciones diplomáticas con Cuba y rechazar su expulsión de la OEA, contra la voluntad de nuestro vecino del norte. De esa forma el país marcaba una distancia clara de la política exterior estadounidense, reafirmaba su personalidad soberana, y cuidaba que nuestro territorio no fuera utilizado para desestabilizar a nadie.
De Fidel Castro hubo reciprocidad: nunca financió a grupos armados en México ni adiestró a guerrilleros en el Departamento América, centro logístico para el apoyo a grupos violentos de la región, dirigido por Barba Roja. Visto objetivamente, México y Cuba fueron amigos históricos en el contexto de la Guerra Fría. Eso se perdió después, por un mal cálculo de gobiernos que desaprovecharon esa cercanía para que México jugara un papel activo en la transición de Cuba, una vez que no tuvo el paraguas económico, militar y político de la Unión Soviética. Así habríamos sido más útiles a la libertad de los cubanos, y no como vecinos distantes. Algunos festejan el “comes y te vas” de Vicente Fox a Castro, lo que fue un episodio bochornoso para nuestra diplomacia por su indecorosa ambigüedad: o lo invitas o no lo invitas, las dos opciones eran válidas, pero se requería carácter para optar por una y no lo hubo.
Castro se las cobró después, con el caso Ahumada.
Seamos sinceros, la gran mayoría de los que hoy festejan la muerte de Fidel fue admiradora suya en el contexto de la Guerra Fría. No por ser prosoviéticos –algunos sí–, sino porque alguien le ponía un freno al intervencionismo desbocado de Estados Unidos en el continente. Por eso era tan atractivo ir a La Habana y hablar con el Comandante. Allá fueron no sólo los expresidentes priistas, sino dirigentes del PAN como Carlos Castillo Peraza y Felipe Calderón.
A muchos nos sedujo la utopía del “hombre nuevo” que quería forjar Cuba. Pero esa posibilidad devino en la dictadura del pensamiento único. Miles de disidentes fueron a la cárcel o al paredón. Por precepto Constitucional existe un solo partido en ese país: el Comunista. No hay un periódico o estación de radio que no sea propiedad del gobierno. Desde la escuela de Barba Roja se mandó a morir y a ser torturados a millares de jóvenes en América del Sur que les hicieron creer que podían derrocar a gobiernos que tenían ejércitos profesionales.
A los exponentes de la cultura los persiguieron y encarcelaron si no estaban “con la Revolución”.
A los homosexuales los mandaron a campos de concentración.
Degradaron la moral de un pueblo que aprendió a mentir para ser aceptado en su país.
Las familias ven con indiferencia que sus hijas se prostituyan por un desodorante o una pasta dental.
El Estado les dice a los jóvenes qué estudiar y luego dónde trabajar.
De todo eso es responsable Fidel, lo que no obsta para que también sea el otro: el que inoculó la esperanza de que se podía construir un mundo más justo.