Poder y dinero
Siempre he rechazado la idea de que el control remoto de la televisión tenga tanta influencia social como los votos en las urnas; y, sin embargo, después del fenómeno popular del enésimo reality show en México junto a la veloz reacción de partidos y candidatos para sacar raja del mismo, nos vuelve la inquietud sobre ese pernicioso maridaje entre la televisión y la política del cual nos olvidamos un tiempo debido a la fascinación por los influencers y las redes sociodigitales.
Quizá es necesario recordar que tanto las maniobras de la farándula mediática como las de la política (especialmente en campañas) nunca han sido desinteresadas y, en ocasiones, han colaborado utilitariamente para que las primeras lleguen a tener peso político y las segundas, escaparates a la medida del producto. Es decir, que los políticos desean ser afiches espectaculares y el showbiz busca influenciar en ideológicas y políticas. Y sí: con la oferta de candidaturas políticas a personajes-producto de la farándula adocenada, parece que ha vuelto con renovada potencia la video-política mexicana del espectáculo o quizá en realidad nunca se fue.
A finales de los años 90 del siglo pasado, cuando el acceso a la Internet no determinaba buena parte de nuestra vida cotidiana y los gadgets digitales personales aún eran monofuncionales, la televisión vivía su apogeo en todos sus sistemas y plataformas. El acceso y derecho al progreso no sólo se definía por las pantallas más grandes, de mayor definición y sonorización, sino por la cantidad de oferta televisiva disponible para el espectador cuyo estatus mejoraba según su capacidad de suscripción a un océano de canales exclusivos.
En ese contexto, el sistema televisivo (concesionarios, dueños, productores e ídolos de las pantallas) llegó a tener el monopolio de ponderar lo digno de socializar. En esa cúspide de posibilidades se perfeccionó en toda su potencia un negocio televisivo que hacía converger bajo sus productos el entretenimiento, el marketing comercial, lo noticioso y lo político. La farándula y el entretenimiento banal fueron revestidos de relevancia informativa, el mercadeo hizo de la política un asunto de consumo publicitario; y viceversa.
Fue entonces que voces como la de Giovanni Sartori alertaron sobre los riesgos de una sociedad teledirigida, de la video-política del espectáculo y de los efectos de la video-formación de los televidentes que nos reducía a consumidores de imágenes incapacitados para comprender conceptos o abstracciones.
Sartori comprendía que su tesis original resultaba casi apocalíptica, pero incluso así sus alertas se menospreciaron con la evolución de la Web 2.0 (también llamada ‘web social’) y con la incursión de las redes sociodigitales en las dinámicas de cambio social. Esta evolución del uso de la Internet favoreció el desarrollo de tecnologías de participación, los usuarios podían colaborar y construir un nuevo mundo, convertirse en agentes activos de la sociedad donde ellos –y no los monopolios mediáticos o institucionales formales– se informaban mutuamente, comunicaban, generaban conocimiento y contenido con libertad.
Se llegó a afirmar que esta nueva forma de comunicarse y organizarse tenía capacidad para transformar realidades políticas concretas: desde derrocar tiranías hasta mejorar los sistemas de corresponsabilidad en las democracias. La experiencia nos dice que esta revolución tecnológica ni liberó pueblos ni logró concientizar masas; de hecho, sucedió todo lo contrario.
En buena medida, con la web social y la gadgetización de la vida cotidiana se ha favorecido la evolución de viejos fenómenos gregarios de incultura, cerrazón y conflicto: La desinformación e ignorancia voluntaria han encontrado todo un despliegue novedoso a través de las fake news; el entretenimiento trivial es alimentado permanente y gratuitamente por la memeización de la política; y el pragmatismo exótico de la política usufructúa la big data para construir narrativas emocionales y aspiracionales de sus personajes y productos ideológicos.
Y cuando despertamos –parafraseando a Monterroso–, la video-política todavía estaba allí. Es cierto que la pantalla y la imagen del televisor no nos dicen qué pensar pero sí qué debemos priorizar de los temas o problemas de nuestra sociedad; nuevamente la televisión retomó el rating que creyó perdido –reflejo además de sus inversiones económicas en todas las plataformas disponibles a los usuarios– y encontró una renovada oportunidad para definir los símbolos y el lenguaje para las masas.
El éxito en la inversión que la televisora mexicana hizo en su reality show para construir personajes y ficciones resultó evidente cuando los principales personajes políticos y económicos buscaron desesperadamente compartir el podio con los personajes-productos enaltecidos por la fábrica de estrellas. Sin saberlo, los políticos en campaña mendigando los flashes del fenómeno de la pantalla confirmaron que el próximo proceso electoral estará sustentado en la imagen de la persona más que en los proyectos o los programas; y quizá peor: estará sustentado más en el símbolo que en la persona; sólo que ese símbolo, le pertenece a la televisora.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe