Una historia de amor, traición y venganza durante el porfiriato
Instituido con el doble propósito de hospital y asilo para la atención psiquiátrica de enfermos mentales de cualquier edad, nacionalidad y religión, el Manicomio General de La Castañeda fue, junto con la penitenciaría de Lecumberri, el Canal de Tequixquiac y el Monumento a la Independencia, fue una de las obras emblemáticas con las que el presidente Porfirio Díaz conmemoraba el centenario de la Independencia de México.
En su concepción influyó de manera determinante el doctor Eduardo Liceaga, precursor de la psiquiatría en México quien pretendió concentrar allí a los pacientes psiquiátricos, recluidos hasta entonces en casas de asistencia, internados en condiciones inadecuadas así como en el Hospital de San Hipólito y del Divino Salvador.
Fue construido en un terreno de 141 mil metros cuadrados de la hacienda La Castañeda, en la zona de Mixcoac, al poniente de la ciudad de México perteneciente al señor Ignacio Torres Adalid “El Rey del Pulque”, un paraje tranquilo, agradable y con buen clima que favorecía a la salud. Era además un sitio de paseo y recreación para las clases acomodadas donde había fiestas y audiciones musicales los fines de semana a los que se podía acceder mediante el pago de 25 centavos.
De estilo francés, su diseño se inspiró en el hospital psiquiátrico Charenton, activo todavía en esa época en París. El autor del diseño fue el ingeniero militar Salvador Echegaray y la construcción se encargó al ingeniero (y coronel) Porfirio Díaz Ortega, hijo de quien ustedes podrán imaginarse. El propio presidente Díaz asistió a la inauguración.
Su fachada neoclásica era de cantera labrada; contenía un ala para hombres y otra para mujeres; había espacios destinados a enfermos mentales pobres y otros para quienes pagaban su estancia allí. Su capacidad era para mil internos y en su inicio alojó a 779 pacientes, 350 hombres, remitidos del hospital de San Hipólito, y 429 mujeres provenientes del hospital del Divino Salvador.
Había el pabellón de los distinguidos que recibía a pensionistas de recursos sin distinción de padecimiento; el de observación, destinado a indigentes y pensionistas de segunda o tercera clase; una sección especial se destinaba a los toxicómanos; el pabellón de peligrosos albergó a los asilados violentos, impulsivos o agitados. Existían además los pabellones de epilépticos, de imbéciles y de infecciosos y a esta última sala eran canalizadas las prostitutas. Durante una época también a los homosexuales, enfermos venéreos y violadores.
En su mayoría se trataba de personas abandonadas por su familia que sufrían de epilepsia; y en esa época se consideraba que los epilépticos eran proclives a la violencia y al crimen. No había un tratamiento para la epilepsia. Muchos fueron diagnosticados como alcohólicos o neuróticos, los cuales tuvieron una estancia relativamente corta en la institución, que contaba con 355 empleados.
El edificio, a lo largo de su vida fue objeto de alabanzas por su belleza en tanto que, sobre todo durante sus primeros años, la institución mantuvo una calidad de servicios aceptable. Pero para la época de los veintes hubo meses en que el hospital mantenía a más de tres mil pacientes internos, tres veces su capacidad pues los estereotipos de la locura que imperaban en la sociedad de entonces daban lugar a que los pacientes mentales fueran víctimas de discriminación o abandono: Y eran los propios familiares quienes recluían a sus parientes aquejados. Muchos de ellos ni siquiera ameritaban ser recluidos pero la familia los abandonaba a su suerte.
La Castañeda se volvió un espacio para castigar y corregir a quienes cuyas conductas rompían los parámetros de la normalidad.
Para el efecto fueron contratados profesores de gimnasia que organizaran encuentros de beisbol, basquetbol y peleas de box. En la parte trasera del manicomio se cultivaron hortalizas y los pacientes pudieron tener gallinas, cerdos y vacas.
Pero poco a poco la intención original de que fuera una institución modelo, que reflejara el afán modernizador del país por el gobierno porfirista y que luego fuera un espacio de especialización y actualización para los profesionales de la medicina, se convirtió en un sitio de horror. Los tratamientos con electrochoques, los baños de agua helada, el aislamiento y la medicación con fármacos inadecuados hicieron nacer la leyenda negra y que La Castañeda fuera llamada Las Puertas del Infierno.
Así, lo que podía hacerse en favor de un o una determinado paciente se oponía a un poderoso sistema, el cual generaba precisamente lo contrario; un sistema que engendraba enfermos mentales de la misma manera en que las prisiones engendran la delincuencia y el crimen. Una persona con algún retraso mental era tratado allí como animal; a las madres solteras se les consideraba prostitutas; y a las prostitutas delincuentes. El nulo apoyo de la sociedad post revolucionaria, la escasa efectividad del personal médico y la negación de los derechos de los y las pacientes contribuían a empeorar la salud de quienes allí caían. La Castañeda era mencionada, y con mucha razón, como un lugar de injusticias y malos tratos a los internos.
En los años cincuentas se rodaron allí algunas escenas de la película La Pajarera, melodrama lacrimógeno en el que el papel de una demente fue representado (sin esforzarse mucho) por Libertad Lamarque.
Antes de celebrarse la XIX Olimpíada en la ciudad de México, La Castañeda fue cerrada por instrucción precisa del entonces presidente Gustavo Díaz Ordáz; los tres mil quinientos internos fueron ubicados en seis diferentes y nuevos hospitales psiquiátricos modernos; se fundó el Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino de Sahagún y en los terrenos que alojaron a La Castañeda se estableció un enorme conjunto habitacional que se conoce como Lomas de Plateros. Ahora hay allí un centro deportivo, escuelas de nivel básico, la Unidad 8 “Miguel E. Schultz” de la Escuela Nacional Preparatoria, un Walmart y varias sucursales bancarias.
La preciosísima fachada neoclásica del antiguo hospital fue adquirida en 1969 por Arturo Quintana Arrioja quien clasificó y numeró, una por una las losas de cantera y las trasladó a un terreno de su propiedad en Amecameca, estado de México. Después de la muerte de Quintana, ocurrida en 1986, su viuda donó el edificio a los millonarios (perdón) legionarios de Cristo.
Del antiguo propietario de la hacienda La Castañeda, Ignacio Torres Adalid, su historia es tan negra como lo fue la de La Castañeda, tan negra que nos referiremos a ella en una futura entrega.