Convocan a talentos locales a participar en la Aldea Mágica de Huamantla
Olvidada durante varias décadas luego de que los conquistadores españoles vislumbraron riquezas inmensas en el valle del Anahuac, la península de Yucatán también sucumbió a la conquista; protagonizó después de la independencia de México un intento separatista; vivió más tarde la llamada guerra de castas y fue una de las joyas del país a raíz del auge del henequén.
En los años veintes, cuando México vivía su primavera revolucionaria, Yucatán fue el primer estado que decretó la educación obligatoria e igualó los derechos de las mujeres a los del hombre y materializó el experimento socialista. Los gobiernos del culto general Salvador Alvarado y de Felipe Carrillo Puerto se distinguieron, además de sus obras materiales con sentido social, por sus ideas y proyectos progresistas.
Quien ha visitado su capital, la ciudad de Mérida, sin duda alguna conocerá el bellísimo y fresco Paseo de Montejo, una avenida de cinco kilómetros y medio de longitud que, partiendo del barrio de Santa Ana, en pleno centro, muy cerca de la Catedral de San Ildefonso, la más antigua de América continental, concluye en el inicio de la carretera hacia el puerto de Progreso.
Su trazo se inspiró en los boulevares franceses; está bordeado de acacias, fresnos, jacarandas, ficus y laureles de la india que lo convierten en un verdadero oasis junto al pesadísimo calor de la capital yucateca. En sus aceras abundan las tiendas de antigüedades, discotecas, librerías, cafés al aire libre y bares que, además de las horchatas, bebidas refrescantes y jugos de frutas exóticas sirven ¡unos tragos! de esos que hacen época.
Durante la segunda mitad del Siglo XIX, la ciudad no contaba con avenidas y tenía sólo 4 sitios de reunión familiar: la Alameda o Paseo de las Bonitas, el Camposanto, la Cruz de Gálvez y El Limonar. Por 1886, en plena era porfiriana de orden y progreso, en Yucatán gobernaba (bueno es un decir) Guillermo Palomino pues el verdadero dueño de vidas, haciendas y todo negocio rentable, oficial y privado en la península era el tabasqueño Olegario Molina, y es entonces cuando se inicia la construcción del Paseo de Montejo.
Era la época de la bonanza económica, consecuencia del auge de la industria henequenera, bonanza que se reflejó en un aumento considerable del número de construcciones sofisticadas, particularmente de tipo residencial. El Paseo Montejo se trazó solo con mil 280 metros de longitud; luego, a lo largo de más de cinco décadas, vendrían las sucesivas prolongaciones.
Se ven allí verdaderas residencias, la mayoría con paredes cubiertas de cantera blanca, que mandaron construir los ricardos de entonces como el Palacio Cantón, que durante mucho tiempo fue la residencia de los gobernadores y que ahora aloja al Museo Regional de Antropología e Historia; casonas afrancesadas de estilo neoclásico que no les piden nada a muchas de la Colonia Juárez, en la ciudad de México, como la Casa Vales, la Casa Peón de Regil la Casa del Minarete y la Quinta Montes Molina. Hay glorietas con estatuas de los conquistadores, de Felipe Carrillo Puerto, de Gonzalo Guerrero (padre del mestizaje en México) y la del Monumento a la Patria.
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Nacido en Salamanca alrededor de 1479 y amigo cercano de Diego Velásquez, Francisco de Montejo llegó a Cuba y en cuatro años se convirtió en rico estanciero. Participó luego en las expediciones por tierras mexicanas con Juan de Grijalva, y luego con Hernán Cortés. Fue, junto con Hernández Portocarrero, uno de los primeros alcaldes ordinarios de la Villa Rica de la Veracruz. A ambos los envió Cortés como procuradores ante el rey para llevarle el fruto de su primer saqueo, un considerable tesoro, cartas y memoriales en defensa de su causa.
Al pasar los procuradores cerca de la isla de Cuba el gobernador Velasquez, sabedor del oro que llevaban, dispuso que dos naves los persiguieran pero no lograron dar alcance al navío que piloteaba el legendario Antón de Alaminos.
Llegados a España Montejo y Portocarrero, aunque despojados de su nave y de sus bienes personales, pudieron entregar al rey don Carlos, (quien por ese entonces recibía clases de castellano pues cuando llegó a la península sólo hablaba alemán), las cartas y el tesoro, pero se les sometió a una probanza. Luego el obispo Rodrigo de Fonseca puso en prisión a Hernández Portocarrero quien murió en ella. Montejo, a quien se había unido Diego de Ordáz como nuevo procurador, asumió ante la corte la defensa de Cortés y lograda ésta volvió a la Nueva España.
En 1526 fue designado de nuevo procurador del cabildo de la ciudad de México. Regresó a España para casarse en Sevilla con doña Beatriz Álvarez de Herrera y obtuvo de Carlos V autorización para conquistar y colonizar la hasta entonces olvidada región de Yucatán con el título de adelantado.
Con una (según él) bien provista y costosa armada, intentó en dos ocasiones, en 1527 y 1528, sin éxito, su conquista. Vuelto a la ciudad de México entregó el mando a su hijo homónimo Montejo el Mozo quien, luego de una lucha feroz y prolongada terminó la conquista de Yucatán en 1546
Montejo el Viejo se instaló en Mérida y en 1549 fue sometido a juicio de residencia y despojado de todos sus derechos. En la ciudad de México intentó sin éxito su defensa; en 1551 viajó a España sin conseguir su propósito. Murió pobre y olvidado en su natal Salamanca en 1553.
Volvemos a la blanca y rica Mérida, y a la glorieta que aloja la estatua de Gonzalo Guerrero, líneas arriba decíamos que es considerado el padre del mestizaje en México y que figurará en una próxima entrega porque ésa –como diría la nana Goya– , esa es otra historia.