Una historia de amor, traición y venganza durante el porfiriato
El pasado sábado 22 se cumplieron 49 años del fallecimiento de uno de los presidentes mas dignos, queridos y populares que haya tenido México: Adolfo López Mateos.
Culto y refinado, dueño de una oratoria brillante y de una personalidad arrolladora, Adolfo López Mateos sigue siendo considerado como uno de los presidentes más populares, queridos y respetados por el pueblo al que gobernó de diciembre de 1958 a noviembre de 1964.
Fue el segundo presidente de México nacido en el Siglo XX y también el segundo en ascender a la silla presidencial a los 48 años.
Tras un brillante desempeño como Secretario del Trabajo, López Mateos esperaba cualquier cosa menos ser candidato a la Presidencia. Los formalismos y solemnidad del ceremonial político del PRI de entonces (y de ahora) no eran lo suyo; no iban con su natural campechano y desenfadado; no parecía disfrutar a plenitud su nueva posición. El escritor Enrique Krause consigna en La presidencia Imperial, cómo, en su primer vuelo de campaña “se arrellanó en el sillón y dijo a su coordinador de campaña, Antonio Mena Brito: Bueno, vamos a lo barrido y a ver qué chingaos pasa”.
Fiel a ese extraño denominador común de muchos presidentes de México como Juárez, Díaz, Obregón, Cárdenas, Ávila Camacho y Ruiz Cortines, también Adolfo López Mateos perdió a su padre en la infancia. Llamado por algunos de sus contemporáneos El Prematuro nació en Atizapán de Zaragoza, Estado de México un 26 de mayo de 1910. Alumno excelente en el Colegio Francés de la ciudad de México, donde estudió mediante una beca y de allí pasó a la Nacional Preparatoria.
Desde joven practicó la caminata pero sus grandes aficiones fueron, además de las letras, los automóviles deportivos y las mujeres.
En 1926 participa en un concurso de oratoria convocado por El Universal en el que compite con preparatorianos y estudiantes de derecho, y gracias a sus metáforas, a la seguridad y claridad de sus palabras cautivó, en la primera etapa a un público heterogéneo en el salón El Generalito, de la Escuela Nacional Preparatoria. Obtuvo el primer lugar y en la segunda etapa, meses después lanzó sus metáforas con pleno dominio. Habló del idioma castellano del que dijo emocionado:“… .es lengua de bronce, lengua de campanas y de cañones; pero también es lengua de oro y de metal que ha traducido los éxtasis místicos y deliquios amorosos de una raza”.
Aunque el jurado le dio el segundo lugar sus compañeros lo pasearon en hombros.
De excelente presencia y finos modales, al joven Adolfo nunca tuvo dinero de sobra; lo que le sobraron fueron las novias. Era galán o (como dicen los muchachos de ahora) carita, ojo alegre como dirían las señoritas de antes y ya presidente, aunque discreto, su naturalidad, elegancia y donaire hacían que, en los actos oficiales, no pocas señoras experimentaran una leve aceleración de su pulso.
Como muchos jóvenes de su época, López Mateos participa con entusiasmo y convicción, en la campaña presidencial de José Vasconcelos; forma parte de su directorio estudiantil y es representante del estado de México en la Convención Antirreeleccionista. Valiente y combativo, subido a una caja de refrescos arengaba a los obreros: “Peligra la patria; sólo Vasconcelos puede salvarla”
En el punto crítico de esa campaña, presencia el asesinato de su amigo, German del Campo por pistoleros del PNR al mando de Gonzalo N. Santos, fue una manifestación ferozmente reprimida en la que el joven Adolfo se salva pero recibe una pedrada en la cabeza a la que muchos atribuyen las dolorosas y prolongadas migrañas que lo acosarían años después ya siendo presidente.
Se graduó como abogado por la UNAM en 1934, es litigante en favor de obreros y campesinos organizados; y por diez o doce años su vida transcurre en el limbo burocrático, mismo que fue escalando hasta ser designado senador suplente del político mexiquense Isidro Fabela de quien hereda su escaño al ser éste nombrado embajador ante la Corte Internacional de La Haya.
Como senador hizo más diplomacia que política, asistió a varias conferencias internacionales, a la reunión de la Unesco en 1947 y encabezó la delegación mexicana a la reunión de la Ecosoc, en Ginebra.
Tras ser coordinador de la campaña presidencial de Adolfo Ruíz Cortínes, López Mateos es nombrado Secretario del Trabajo y Previsión Social (me tocó bailar con la mas fea, comentaría a su primo Gabriel Figueroa) donde permaneció hasta el 17 de noviembre de 1957 cuando por aclamación el PRI lo postula candidato a la primera magistratura del país.
Pero, según Luis Chávez Orozco, el joven presidente no estaba construido para el poder sino para la bohemia, el arte, el amor y, desdichadamente, para la enfermedad y el dolor. Padecía una migraña que le ensombrecía el rostro; no soportaba la luz y se veía obligado a usar lentes negros.
Su gobierno creó la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos que distribuyó millones de textos únicos para todos los niños de primarias mexicanas; revivió la práctica de los desayunos escolares y echó a andar el plan de once años para mejora de la educación; proyectó e inauguró museos de clase mundial como el de Historia Natural, el Museo del Virreinato y el gran, el inmenso Museo Nacional de Antropología, invitación permanente a los mexicanos a mirarse con orgullo en el espejo de su pasado.
Logró avances en la salud; erradicó el tifo, el paludismo, la viruela y la fiebre amarilla; construyó un Centro Médico con nivel internacional; el nombre de México repuntaba en la bolsa del crédito financiero y ese proceso de acreditación se aceleró con la diplomacia activa que realizó personalmente Adolfo López Mateos.
Pero una de las cosas que más le aplaudió y agradeció la gente, sobre todo la gente joven, fue la gallardía y elegancia con que, al refrendar los principios elementales de nuestra política exterior, se negó a romper relaciones con Cuba pretensión de Estados Unidos aceptada sin chistar por la OEA, defendió la libre determinación del pueblo cubano a darse un gobierno propio y (aunque por lo bajo) festinó la fracasada invasión de Playa Girón.
Andariego en su juventud, como presidente llevó su sonrisa cordial y la tradicional cortesía mexicana por medio planeta. En 1959 viajó a Estados Unidos y Canadá; después estuvo en Venezuela, Brasil, Argentina, Chile y Perú; en 1962 llegó a la India, (lo recibió su amigo Nerhu) Japón, Indonesia (con su también amigo Sukarno) y Filipinas; en Europa visitó Francia, Yugoslavia (era admirador de Tito), Polonia, los Paises Bajos y la República Federal Alemana.
Desde luego la historia no le perdonó la salvaje represión contra ferrocarrileros y maestros; tampoco la saña con que policías y ejército reprimieron el movimiento democrático del doctor Salvador Nava, en San Luis Potosí; ni mucho menos el asesinato de Rubén Jaramillo y su familia, pero el pueblo mexicano prefiere recordar sólo lo bueno de él.
La gente le festejaba su activismo; y, acostumbrado a sus frecuentes ausencias, comenzó a llamarlo López Paseos o El Golfo de México. Según Krauze “no había auténtica reprobación en esos sobrenombres. Al regresar de sus viajes, espontáneos o acarreados llenaban el zócalo; recibían y aplaudían al Presidente que desde el balcón de Palacio como héroe que hubiese regresado de la batalla de las Termópilas exclamaba con voz y gesto de orador Mexicanos: me reintegro a la patria con la misma bandera.. .”
Tan conocida era su afición por las mujeres como por los viajes, que los mexicanos de a pie darían por cierto que cada mañana, al revisar la agenda del día con su secretario particular, Humberto Romero, éste le preguntara: señor presidente ¿para hoy viaje o vieja?.
Lo vimos en Saltillo cuando como candidato hizo escala allí en febrero de 1958; y ya como presidente, el 26 de marzo de 1959 al asistir al aniversario de la expedición del Plan de Guadalupe. Yo acompañaba a Paco de la Peña Dávila (ya fallecido), entonces joven reportero quien ya se perfilaba como el gran periodista que sería después.
Entre los políticos recién afeitados y atildados, rezumando lavanda; y el olor a trabajo y a sudor de los campesinos llevados exprofeso lo vimos arribar con sus infaltables anteojos negros. Vivas, porras, aplausos, gritos y música dieron la bienvenida al presidente quien sin dejar de sonreir y de saludar tomó su sitio junto al entonces gobernador, general Raúl Madero. El desenfado con que López Mateos se presentaba ante los mexicanos; su sonrisa, distinta a la acartonada de Ruíz Cortínes o al gesto hosco de Díaz Ordaz, los cautivaba.
Después de que el locutor mencionara a Francisco J. Múgica, a Jacinto B. Treviño, a Juan Barragán, al joven Lucio Blanco, a Breceda y al resto de los firmantes del Plan de Guadalupe; después de que con su emocionado verbo el vate Raymundo de la Cruz López declamaba: “..soy la revolución, y voy en marcha, lo mismo bajo el sol que entre la escarcha” en el discurso oficial el entonces gobernador de San Luis Potosí, el brillante periodista Francisco Martínez de la Vega lo dejaría muy claro: “Señor presidente, usted es el guía; el rumbo es el mismo”.
Su sucesor en la presidencia, Gustavo Díaz Ordáz lo invitó a presidir el Comité Organizador de los XIX Juegos Olímpicos pero para entonces las migrañas eran cada vez más frecuentes e intensas. Al intervenirlo dos eminencias de Harvard le descubrieron siete aneurismas en el cerebro (la pedrada de 1929 acrecentaba sus efectos). En principio hubo una cierta recuperación pero el mal avanzó rápidamente; su inigualable sonrisa era ya una mueca; poco después perdió el habla, luego la vista en uno de sus ojos.
Vivió durante dos años en estado vegetativo. No pudo asistir a la boda de su hija Avecita y murió el 22 de septiembre de 1969.
Se dice que en los últimos años de su gobierno, Adolfo conoció a una maestra de nombre Angelina Gutiérrez Sadurní y le pidió el divorcio a su esposa. Doña Eva no se lo dio y sin importarle el compromiso el jovial y galan López Mateos tuvo dos hijos con Angelina.