Día Mundial del Arte: Un homenaje a la creatividad y la expresión
Todavía no se habían sentado a deliberar los diputados que redactarían la nueva Constitución a mediados de 1856 cuando en Puebla estalló la primera sublevación contra ella, apoyada por el clero; y siguieron las conjuras en los altares, las arcas abiertas al ejército y los vicarios guerrilleros. Y menos de un año después de haberse promulgado, un grupo de políticos y militares conservadores encabezados por Félix Zuloaga empuñaban contra la Constitución liberal las armas bendecidas por la iglesia.
El presidente Ignacio Comonfort, quien llevaba apenas dos semanas en el cargo prefirió dejar la Presidencia y, conforme a la Constitución ésta fue asumida por el presidente de la Suprema Corte: Benito Juárez. Los pronunciados bajo el llamado Plan de Tacubaya, nombraron a su vez presidente a Zuloaga. México tenía ya dos presidentes, cada uno con sus respectivos ejércitos.
La llamada guerra de reforma duró tres años exactos: de enero de 1858 a enero de 1861. Durante ella la facción conservadora nombró como presidente a Miguel Miramón, antiguo niño héroe del 47, de apenas 28 años profesor de táctica de artillería en el Colegio Militar, defensor del gobierno de Santa Ana y conspirador contra Comonfort.
Las finanzas fueron siempre el talón de Aquiles tanto para los conservadores como para los liberales. Estos se financiaban con anticipos que empresarios, agiotistas y especuladores les entregaban a cuenta de bienes del clero que, al terminar la guerra –si la ganaban– les serían entregados.
Miramón, a su vez, llegó a contratar préstamos desastrosos con banqueros europeos firmando el 29 de octubre de 1859, pagarés por 15 millones de pesos y recibiendo poco más de dos. Es aquí donde entran en esta operación los bonos Jecker.
En ese delicioso libro (que devoré a principios de 1988) Noticias del Imperio el escritor Fernando del Paso describe que los hermanos Jecker, de origen suizo, emigraron a México alrededor de 1835 y uno de ellos, Jean Baptiste quedó a cargo del negocio, negocio especializado en otorgar créditos con réditos exorbitantes a los gobiernos del México independiente; éstos se embarcaron con deudas impagables mientras la Casa Jecker se asociaba con empresarios extranjeros y funcionarios públicos venales.
Jean Baptiste Jecker fue descrito por don Justo Sierra como “una especie de cuervo siniestro que apareció en las ruinas de la reacción y de los imperios”
Durante el gobierno de Santa Ana, en 1854 y luego con Comonfort en 1856 se firmaron una serie de contratos y concesiones con la Casa Jecker los cuales no se cumplieron en tanto que el contrato con Miramón con tan alta utilidad (el novecientos por ciento) resultó desastroso para ambas partes; a Miramón no le sirvió de nada, perdió la guerra y por apoyar al imperio terminó en el cerro de las Campanas. Los bonos recibidos por Jecker & Compañía no fueron aceptados en el mercado de valores por lo que en 1860 Jecker se declaró en quiebra.
Aún así dichos bonos (bonos malditos, bonos quemados, bonos de mala suerte) fueron incluidos por el gobierno de Francia en la deuda insoluta de México como pretexto para llevar a cabo la intervención en 1862.
Al concluir la guerra de reforma la deuda exterior de México era de poco más de ochenta y dos millones de pesos por lo que el 17 de julio de 1861 el presidente Juárez decretó la suspensión por dos años del pago de los intereses sobre dicha deuda. Con los principales acreedores, a Inglaterra México le debía sesenta y nueve millones; a los españoles nueve millones y a Francia dos millones ochocientos mil pesos.
La reclamación de Inglaterra agregaba seiscientos sesenta mil pesos extraídos ilegalmente de la legación inglesa en México por el presidente Miramón y seiscientos ochenta mil más por el decomiso de una carga de barras de plata propiedad de súbditos de la Corona por parte de Santos Degollado. En ambos casos México había reconocido el adeudo, aunque el Congreso no lo había ratificado.
A sus nueve millones y medio los españoles agregaban la indemnización por el asesinato de varios súbditos españoles en las haciendas de San Vicente y Chiconcuaque, misma que había sido reconocida por el gobierno de Miramón.
Pero a sus dos millones ochocientos mil pesos Francia agregaba los quince millones de los bonos Jecker; y el nuevo representante de Francia, el conde Charles Dubois de Saligny agregó otras varias sumas entre ellas la de un cargamento de vinos franceses enviadas cuarenta años antes a Agustín de Iturbide, que el emperador mexicano nunca pagó entre otras razones porque cuando el cargamento llegó a México Iturbide ya había sido fusilado.
Así los famosos bonos Jecker, algo tuvieron qué ver en la decisión de las tres potencias de cobrarse a la mala la superhinflada (por ellos) deuda mexicana. España, a cuarenta años de la pérdida de su principal colonia, aún no asimilaba que la Nueva España era sólo parte de sus nostalgias imperiales en declive; (nación débil) quería pero no podía¸ Inglaterra tenía un interés relativo en la aventura, podía pero no quería; en cambio Francia quería pero además podía.
Y se dio la invasión por Veracruz. Pero antes de marchar tierra adentro Inglaterra y España calcularon los riesgos y dieron marcha o vela atrás. Dejaron el campo libre a Napoleón III quien convenció a quien figuraba en primer lugar en la línea de sucesión por el trono de Austria-Hungría, Fernando Maximiliano, para que en nuestro suelo fundara lo que sería el imperio más hermoso del mundo, proyectado para extenderse desde el Rio Bravo hasta la Patagonia.
Max se dejó llevar por el canto de las sirenas y ya sabemos cómo le fue. De nada le sirvió que su causa haya sido defendida por generales con el prestigio de Miramón y de otros. Tampoco pudo servirle que la princesa Salm Salm (que por cierto ni era princesa ni su apellido era Salm Salm) se arrodillara ante el presidente Juárez para interceder por la vida del archiduque.
Con su esposa Carlota, la bella Karla, vagando en el limbo de la locura el emperador sin imperio murió acribillado por un pelotón en el cerro de las Campanas. Pero la desgracia lo persiguió aún después de muerto; primero, no cabía en la caja mortuoria que había sido calculada para un difunto con la estatura de un mexicano (y Max medía casi un metro noventa); Luego tuvo qué ser embalsamado dos veces pues el primero, que le practicó en Querétaro un tal doctor Licea, tuvo tales deficiencias que a los dos días su cuerpo se puso negruzco; sus ojos, sin vida, le fueron repuestos al cadáver por los de una pequeña imagen de Santa Úrsula; el doctor Licea casi se hace rico vendiendo como souvenirs al mejor postor, botones, charreteras, toquillas, trozos de la levita, del pantalón y hasta mechones de la barba de Maximiliano. El cuerpo, aunque embalsamado hubo de permanecer en México por seis meses, hasta que directamente la Casa de Austria hizo la gestión para su retorno a Viena.
Una trágica aventura imperial que tenía qué concluir con más pena que gloria.