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CANCÚN, QRoo, 2 de abril de 2021.- ¡Fuera… fuera ¡crucifícalo!, decía enardecida la muchedumbre. Pilato se los entregó para que fuese crucificado.
Sí, nos referimos a Jesús, a quien casi siempre vemos en imágenes crucificado; pero, sabes cómo es una muerte de cruz. Luego de que el procurador fijaba en aquel tiempo una tablilla con el motivo de la ejecución, la sentencia adquiría validez oficial, con todo y notificación al emperador de Roma.
La ejecución de los reos se llevaba a cabo con celeridad, porque el palo vertical de la cruz (esteve) ya estaba clavado en el lugar de la crucifixión y el travesaño horizontal (patibulum) era un simple madero, fácil de conseguir en cualquier lugar.
En el caso de la crucifixión de Jesús se estima que el cortejo desde la Torre Antonia fue aproximadamente a las 12 horas y atravesó las calles de la capital, que estaban en esos momentos repletas de gente por las festividades pascuales.
El cortejo fúnebre se dio obviamente por las calles más concurridas, a fin de que sirviera como un ejemplar escarmiento.
A Jesús no le faltaron burlas, escupitajos e insultos, caminaba al igual que los demás condenados, cargando sobre sus hombros el palo transversal y su tablilla en el cuello. Tras los azotes de los soldados, el Nazareno, sufría rumbo al Calvario, un pequeño monte, redondo, rocoso, cerca de las murallas y de una de las puertas de la ciudad. Jesús fue despojado de sus vestiduras, de la exterior o manto y de la interior o túnica, que se agandallaron a suerte los soldados.
Fue tendido en el suelo, clavado extendiendo sus brazos sobre el madero transversal, pero no a través de las manos sino de las muñecas, entre los huesos del antebrazo, fijándolo hacia el madero; luego, el cuerpo hasta ajustar el madero transversal al vertical, como cuando un animal sin vísceras es colgado de un gancho en el rastro.
Una vez que se le sujetó el patíbulo horizontal sobre el vertical se le atravesaron los pies con clavos en el juego que hacen los huesos de los tobillos. La cruz no fue como la que siempre vemos en los templos, era baja, de tal manera que los pies de los crucificados casi rozaban el suelo. Casi siempre los crucificados morían asfixiados porque no podían respirar: convulsionaban con terribles espasmos y una violenta agitación de la caja toráxica, angustiosamente abrían la boca; sus ojos, desorbitados.
La agitación del tórax repercutía en las heridas de las manos que se desgarraban y aumentaban el dolor. El cuerpo se ponía negro, a causa de la generación de coágulos de sangre, además de que debían soportar la picadura de insectos que se cebaban en ella.
A veces, las aves de rapiña sobrevolaba a los crucificados, lejos de causar lástima eso era horror, espanto. Por lo general, en los crucificados había pérdida casi total de sangre, el cuerpo se deshidrataba y venia la sed que devora, que cala. Así también se secaba la garganta mientras el cuerpo sufría hemorragias internas y sobrevenía la fiebre, que al subir provocaba confusión y pérdida de conciencia.
El dolor físico se apoderaba de los crucificados, los llevaba a un estado de paroxismo que sobrepasa la resistencia humana. Los crucificados casi siempre gritaban de dolor, pero Jesús se dejó llevar por su Padre y oró.
Desfallecía de dolor, pero no quiso que éste ocupará el centro de su alma. Cuando el dolor y la muerte le derrotaban aparentemente, Jesús asumió el dolor de la humanidad entera y cargó injusticias y atropellos de la humanidad con su propio ajusticiamiento sin excluir a nadie. Así se arrancó violentamente la vida de un hombre temperalmente sensible. Solo un grupo de mujeres lloraba, lo que no aliviaba la agonía de Jesús.
Había muchos que estaban satisfechos y felices con su dolor y muerte; otros, completamente indiferentes. Jesús fue masacrado fuera de las murallas, fue un excomulgado de toda comunidad y de toda patria, un maldito, según la expresión bíblica (Deut. 21:23).
Debido a su posición corporal en la cruz, ningún músculo descansaba, a su dolor físico se agregaba una indecible fatiga muscular, solo le quedaban las últimas gotas de sangre. Generalmente en los crucificados los ojos se van nublando por la altísima fiebre.
“¡Dios mío Dios mío, por qué me has abandonado!”, le preguntó. Los injustos juzgaron injustamente al justo y llegó la muerte. Pero el Padre, viendo la fidelidad de su hijo, cuando tenía más razones para no creer que para creer, porque Jesús mantuvo su apuesta hasta las últimas consecuencias, trastornó las leyes de la muerte, rescató a su amado hijo de sus garras y le otorgó el señorío, la resurrección y la inmortalidad, dándole el nombre sobre todo nombre, “ante el que el mundo entero doblará las rodillas”.
(Con información de El Pobre de Nazareth, del padre Ignacio Larrañaga).
QuadratínQRoo
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