Estado de México, 1° de enero, 2017.- La lluvia cubre la ciudad desde antes de mediodía. Junto a las aceras se forman corrientes de agua que conforme pasan las horas se han convertido en silenciosos riachuelos urbanos que desembocan y mueren en las coladeras, mientras los autos se aglomeran frente a los semáforos descompuestos y esperan ansiosos que el solitario policía de tránsito, cubierto por un impecable impermeable amarillo, les ceda el paso.
–Mire, a esto me refiero: ¿apoco no se le hace que el policía ese es un pendejo? Nada más manotea y dizque dirige el transito; pero no puede con toda esa bola de pendejos queriendo pasar al mismo tiempo, incapaces de cederse el paso, ocultos detrás de sus parabrisas polarizados, aferrados como simios a la bocina del auto para mentarle la madre al oficial, cuando los culpables son los pendejos encargados de los semáforos, que seguro están cubiertos bajo algún techito mientras nosotros, mírenos, aquí como pendejos atorados en el tránsito, desquitándonos con el gendarme que manotea bajo la brisa.
Al interior del taxi, el radio emite las noticias de las cinco. La voz cavernosa del locutor se eleva discreta entre las palabras del chofer. En el asiento trasero viaja un hombre vestido con un saco azul manchado por las gotas de lluvia. Observa, con una falsa mueca de alegría, al chofer a través del retrovisor, pero intenta concentrarse en la voz que brota del aparato. El locutor enlista una veintena de conflictos viales en diferentes partes de la ciudad, la mayoría causados por encharcamientos, lo que provoca la risa violenta del chofer:
–¿No le digo? En esta ciudad nada funciona como debería. La culpa la tienen esos pendejos que tiran basura en cualquier esquina, como si no pudiesen cargarla un par de cuadras más, hasta llegar al chiquero que, seguro, tienen por casa. Además, ¿a dónde cree usted que van a parar nuestros impuestos? Claro que a los bolsillos de nuestro pendejos gobernantes, y entonces ahí tiene todo lleno de baches, de semáforos que no funcionan, de microbuses y camionetas de transporte público que no respetan el reglamento, de calles inundándose porque las coladeras no sirven; y aunque intentaran reparar todo eso, ya ve usted la calle que pasamos, lleva medio año en reparación: ¡pendejos haciendo pendejadas, me cae!
El locutor ha enviado a corte comercial. Suena un anuncio que invita a la población a vacunarse contra las enfermedades estacionales; la música de fondo surge alegre y contrasta con los rostros tristes que se refugian en algún punto de la ciudad mientras cede la lluvia. El chofer presiona el botón rojo y el sonido desaparece. A través de la ventana, el pasajero, en un intento por ignorar la conversación del taxista, clava la vista en las fachadas que lentamente desaparecen tras el avance del taxi, pero siente el peso de la mirada reflejada en el retrovisor:
–Yo le digo a mi hijo: “¡Órale, no seas pendejo, ponte a estudiar para que un día te largues de esta ciudad y no tengas que soportar tantos problemas!” Pero está difícil, mano: lleva dos semanas sin ir a clases porque su pendejo maestro anda en la capital marchando por no se qué cosa; y entonces ahí tienes a los niños todo el día viendo las caricaturas, escuchando a los pendejos que dan las noticias, cebándose el cerebro con el pendejo Chavo del Ocho. “Órale –le digo–, estúdiele para que no sea un pendejo taxista como su papá”, pero nada más me mira y de nuevo se aplasta frente a la computadora.
El pasajero voltea de un lado a otro intentando reconocer por dónde transita. –No se preocupe, joven, ya pronto llegamos. Yo no soy como esos pendejos que se quedan sin trabajo y lo primero que se les ocurre s subirse a vender discos a los camiones o meterse de taxistas, sin siquiera conocer más allá de su colonia; y entonces ahí los tiene diciéndole al pasaje: “Me dice por dónde”.
Las manos le sudan y abre un poco la ventanilla del taxi. Deja su mochila sobre el asiento e inclina el rostro para sentir la brisa entrar por sus fosas nasales. Algunas gotas se adhieren a los bigotes y otras escurren lentamente sobre el cristal de la ventana.
–Tenga cuidado con la ventana, joven. No me lo vaya a mojar algún pendejo de esos que creen que traen lancha en lugar de carro y se meten en todos los charcos.
La ventanilla permanece abierta y las pequeñas gotas mojan su cuello. Escucha la voz del taxista repetir una y otra vez la palabra pendejo. Recuerda a su padre reprendiéndolo por romper alguna maceta al jugar con la pelota o gritándole que era tan pendejo que jamás llegaría a ser alguien. El taxista le recuerda a su padre y a su maestro de la facultad y a su jefe en el restaurant y a su novia y a su amigo el Chato que dice que nada cambiara “porque todos son pendejos”, mientras se ríe al ver a un anciano que sufre al intentar subir una escalera.
–¿Apoco no joven: puro pendejo… Se acomoda en su asiento e intenta ofrendar una sonrisa como respuesta, pero no puede. La lluvia continúa. Observa el contador del taxímetro y hurga en su bolsillo preparando su pago. Al llegar a la esquina extiende el importe exacto y el taxista se estaciona en doble fila para esperar su descenso. Abajo, oculto bajo la marquesina de una vieja casa, le espera su hermano.
–Disculpa la tardanza –le dice, mientras extiende la mano para saludarlo. –Te dije que te vinieras por el otro lado: estás bien pendejo –le escucha decir, molesto por la espera–.
¿Y la computadora?
La pregunta le eriza cada poro de la piel. Voltea súbitamente hacia donde el taxi se aleja y recuerda la mochila sobre el asiento. Imagina la voz del conductor al descubrirla: “Ni modo, para qué es pendejo”.