Morelia, Mich., 12 de noviembre de 2017.-Acabábamnos de entrar a la primaria Estado de Colima, del ejido del Moral, Iztapalapa, cuando vi por primera vez la historieta de Memín Pinguín. Por alguna razón la gente lo conocía como Memín Pingüín, aunque no recuerdo que la letra “u” llevara diéresis.
Una tarde, la maestra nos envió a llevar un recado a la casa de Guillermo, compañero del salón. Íbamos en el turno de la tarde, y en esos caminos de tierra, el polvo se levantaba originando enorme tolvanera y remolinos, además se sentía un calor insoportable. Casi toda esa colonia parecía una ciudad perdida. La pobreza se podía sentir hasta en el aire que se respiraba.
En la casa de Guillermo nos ofrecieron un taco de frijoles y un vaso con agua. Entre sus pertenencias, Guillermo tenía algunos ejemplares de Memín. Solo tuve tiempo de ojear la historieta. Pensé que Memín era un changuito, pero estaba equivocado.
Es un comic que se comenzó a publicar en 1962 y hace unos años se volvió a reeditar pero a colores. Originalmente era de color de sepia. Se narraban historia de aventuras de Memín y sus compañeros de escuela Ernestillo, Carlangas y Ricardo. Memín era el centro de la historia, un personaje negrito y simpático. Travieso y con mucha habilidad para meter en problemas a sus amigos. El argumento fue escrito por Yolanda Vargas Dulché, quien además creó un sinnúmero de comics como Lágrimas y risas, El pecado de Oyuki, Yesenia, María Isabel, entre otras que se utilizaron para argumentos de telenovela.
Dicen que Vargas Dulché (fallecida en 1999) logró obtener importantes recursos económicos con la historieta de Memín, por lo que había construido una pequeña estatua del personaje frente a la casa editorial. La escritora se inspiró en un niño cubano, que conoció en uno de sus tantos viajes, para crear al personaje que fue un factor cultural importante en México antes del auge de la televisión.
Para la gente de esas colonias que entonces se ubicaban en la periferia de la ciudad, no había mucha distracción. Lo que sí en los llanos que en temporada de estiaje eran terregales, y en lluvias se convertían en lodazales, la gente cortaba quelites, verdolagas, hongos y otras yerbas que utilizaban en la alimentación.
En toda esa llanura solo había unas cuantas colonias que acababan de nacer y que limitaban con los barrios de Iztapalapa. No había más nada, lo más cercano era el tiradero de Santa Cruz Meyehualco. Por todos lados se observan zanjas, que a decir de mi papá fueron parte de los canales que se utilizaron en la época prehispánica para conectar con las chinampas y los pueblos aztecas, pero con el tiempo el agua se fue secando.
Cuando llegamos a vivir a La Vicentina, fueron días sin electricidad, prácticamente sin agua potable, ni calles pavimentadas, pero se sentía un viento de libertad como si estuviera uno en el rancho del abuelo. Caminamos de la casa de mi abuela, ubicada en el barrio de San Miguel a lo que sería nuestro hogar en los próximos siete años. Algunas familias solo tenía casas de cartón y de madera, muy pocas utilizaba concreto. Todo estaba disperso y deshabitado. Pero teníamos vecinos enfrente de la casa: doña Jobita y su familia. Ella se dedicaba a la costuran y su esposo, don Isaías, era quien entregaba la producción, además laboraba como velador. Sus hijas, la Chata, Julia y Socorro, y un hijo medio loco, que se la pasaba sin hacer nada.
Fue la primera vez que escuché del Nahúal. Una mañana, don Isaías y doña Jobita le hablaron a mi papá para que viera las pruebas de la existencia de esa bestia. Había cal en el piso, huellas como de perro con un poco de sangre. “”Llegó anoche y escuchamos claramente sus aullidos. ¿Usted no lo escuchó Matador?”.
Mi padre sólo menó con la cabeza negativamente. Más tarden en la casa, escuché que mi padre le decía a mi mamá: “Como será pendejo el vecino, si supiera quién es la nahual no andaría tan contento”. Dicen que había un padrino de las muchachas que a veces llegaba en la noche y les llevaba fruta y comida, luego desaparecía. Nunca lo vi. Tampoco al Nahual.
A pesar de las carencias fueron tiempos agradables. Cuando llegaba a tener una moneda comparaba el Memín, cuando no prefería leer libros de historia de México que nos daban en la escuela, o algunos libros que tiraba a la basura mi tía, que llegó a vivir a un lado de mi casa. Recuerdo uno en especial: Cielo, Tierra y Mar. Pero Memín fue sin duda el personaje que más nos enseñar a soñar.
Pero nunca estuve tan tranquilo porque siempre desconfié del Nahual, presunta bestia sobrehumana que no podía estar al acecho, porque entonces no había la malicia de lo que mi padre quiso decir.