Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Ana y Rodrigo se miran a los ojos, ella con una sonrisa que desborda alegría; él, tiene una mirada más bien dominante. Ana luce sencilla, unos aretes pequeños, una pulsera delgada y un anillo discreto. El ramo florece entre su delicada mano, su vestido es elegante, recto, deja ver su contorneada figura. La cola tiene un final como espuma de mar y el velo flota dándole al momento un toque de fantasía. Don Rodrigo, nombre por demás caballeresco, asegura a su mujer rodeándola por completo con un brazo, la toma con seguridad, su barba de candado tiene un cuadrado perfecto y el poco cabello que le queda le da un aspecto maduro.
El escenario es inmejorable, tiene todo el aire de un pueblo mágico: las paredes coloridas y gastadas, los viejos portones de madera y las piedras de la banqueta dan esa típica pátina del tiempo. Un recuadro perfectamente centrado por encima de la imagen que hacen los novios y el vuelo del velo, están las orgullosas familias. Los primeros son Juan y Regina, hermanos de la novia, son tan jóvenes, atractivos y pudientes que podrían estar destrozando un Ferrari en la carretera a Acapulco. Perfectos ejemplares del Mirreynato. Del otro lado de la pareja están Juan y Karina, los padres de la novia. Cualquier malpensado diría que el hombre es considerablemente mayor: sí es cierto, podemos ir con el cliché que en esas clases altas la diferencia de edad significa sagrado patrimonio. Si el malpensado se equivoca, ya ayudamos a la dama. En la segunda foto están los padres del novio, el vestido azul de la madre la hace verse así, blue. Y del otro lado, el padre tiene cara, pose y sonrisa de Vargas Llosa acordándose de las visitadoras de Pantaleón.
Después de contemplar la felicidad, el estilo, la elegancia, los accesorios caros y sentir la envidia que nos provocan los privilegiados, podemos arrastrar la mirada a la parte inferior de la izquierda. Ahí hay una indígena rodeada de un grupo de muñecas de trapo. Tal vez esa mujer es la persona más joven de todos los que están en la imagen, pero su condición de mujer indígena le quita los beneficios asociados a la juventud. Tiene la mirada hacia abajo, probablemente está revisando su celular, haciendo cuentas de sus ventas; tal vez sólo está evitando contacto visual con los novios para evitar algún desplante o quizá es sólo la timidez de ver a la cámara. Probablemente, esta escena que a muchos nos hace reflexionar, para ella es un asunto de todos los días.
Es difícil imaginar que esa indígena vive en esa zona, es probable que se traslade de algún pueblo aledaño, alguna sierra o, si tiene suerte, vive a las afueras de San Miguel de Allende, lugar invadido por gringos retirados. Lo cierto es que ella se traslada desde lejos para sentarse ahí. En eso tiene algo en común, el movimiento. Rodrigo y Ana también viajan, tanto que, siendo de la misma Universidad, se conocieron en la Fórmula 1 de Texas, se comprometieron en Roma y, en este momento, están en Corea, China, Tailandia o Tokio, según lo podemos leer en la nota.
Cuando vi la fotografía, en el Twitter de la colaboradora de El País, Zorayda Gallegos, leí algunos de los comentarios. Algunos decían que el clasismo y racismo viene de los críticos de la fotografía, argumentaban que la mujer está siendo parte del folklore, la tradición y la magia del pueblo. Y sí, tienen razón, la mujer es parte de la maravilla del lugar, pero no es una cosa, es un ser humano.
No me imagino a la indígena tomándose una foto con los Huerta-Neuman de fondo, seguro la respetable familia se hubiera sentido ofendida, acosada, o demasiado exclusiva para estar ser el escenario de la indígena. Por otro lado, si quieren usar la foto en donde sale la indígena, por el simple hecho de ser una indígena que vende artesanías tirada en el piso, que la usen, pero que le den lo que merece por la explotación de su imagen. Sería lo justo, desde lo legal y lo moral.
La imagen es anecdótica. Somos un país donde, según en El Consejo Nacional para Prevenir La Discriminación, hay casi 16 millones de indígenas cuyas características físicas y culturales tienen fuertes contenidos discriminatorios y niveles injustificables de exclusión, marginación y pobreza. El 28.2 por ciento de esa población mayores de cinco años no sabe leer ni escribir, las mujeres tienen un porcentaje de analfabetismo del 33.8 y el 42 por ciento no cuentan con servicios de salud, entre muchos otros datos que no sorprenden. En este contexto, hacer un drama por una foto parece más las ganas decir que uno no está infectado de discriminación, como si fuera una elección y no una silenciosa enfermedad que todos padecemos.
La discriminación se expresa en acciones, actitudes, prácticas intencionadas o no, conscientes o no. Pero esta discriminación tiene en común un trato de inferioridad hacia otros, de no reconocerlos, de diferenciar clases, castas, razas. Un clasista asume su pertenencia de clase y la defiende con comportamientos que la ratifica. En México los informes, protestas y denuncias de discriminación y racismo abundan, y aun así nuestros indígenas siguen siendo menospreciados. A pesar de aceptarlo, no existe voluntad para cambiar y la fotografía de Club lo confirma.
Estoy seguro que Ana y Rodrigo no pretendían discriminar a la indígena, sin embargo, fortalecen la idea de la pirámide social en la que hay mexicanos de primera, de segunda y de tercera. En nuestro imaginario social, ya sabemos quienes pertenecen a uno, a otro, y con cuales uno se puede mezclar. En el caso de la fotografía, es obvio que ambas realidades son irreconciliables.
En la foto no hay buenos ni malos. Los novios no están obligados a sacrificar su boda por ayudar a las comunidades vulnerables. El fotógrafo captó una magnífica toma que fue usada para la pobreza informativa y frivolidad de ese suplemento, pero también pudo ser usada como un estandarte de la injusticia social en México. Eligió la primera, muy respetable. La reportera cumple a la perfección la lambisconería del periodismo de sociales. No se trata de culpar a nadie, sólo de ver el clasismo tan impregnado en nosotros y como una foto así se puede publicar sin miedo, todo lo contrario, aceptando que existe la cultura de la pobreza y la marginación, una humillante costumbre. La desigualdad es parte del paisaje cotidiano de México.
Tratemos de imaginar que pasó después de la foto: seguro unos se trasladaron a una maravillosa recepción, comieron bien, se emborracharon, bailaron, platicaron de sus viajes, carreras, logros, inversiones y contaron sus planes en caso de que AMLO ganara las elecciones. La indígena, por el contrario, esperó la hora de irse, o quizá que la administración del pueblo la retirara, cargó con sus muñecas de trapo y se fue a casa, importándole una mierda que candidato ganara. Para ella nada va a cambiar