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TLAXCALA, Tlax., 13 de enero de 2017.- La doble personalidad que todos tenemos en redes sociales es una realidad de la que nadie escapa. Hay quienes se muestran felices y plenos cuando en la realidad viven en la insatisfacción frustrante, están los que presumen lujos pero las deudas los ahogan, no faltan los que predican exactamente lo contrario a lo que hacen, entre muchos otros. Pero, sin duda, en el extremo de esta dualidad están aquellos que en las redes viven activamente y, en la vida real, ya murieron.
Omar Josué es un amigo de quien tengo noticias gracias al internet. De muy jóvenes coincidimos en distintos cursos de periodismo, éramos de la misma generación y nos abríamos paso en el ámbito profesional de la comunicación.
Fue reportero de TV, de medios impresos, colaboraba con agencias de información y participaba en actividades académicas.
El mejor momento de su carrera llegó cuando, al inicio de sus treintas, se hizo productor de uno de los noticieros de radio más importantes a nivel nacional. Lo último que supe de él –de su propia voz- fue que se compró un auto último modelo. Meses más tarde me enteré por Twitter que su auto volcó en el Periférico. Ahí murió. Su presencia en las redes no ha parado después de algunos años en los que, materialmente, ya no existe.
Una de las tantas clásicas frases de McLuhan es que los medios son extensiones de nosotros: la radio del oído, la TV de los ojos, el zapato de los pies. En este sentido, las redes son extensiones de la vida misma. Nos extienden hasta hacernos perpetuos, nuestra presencia es constante, nos convertimos en seres virtuales en su máxima expresión, espíritus 2.0, zombis cibernéticos, cadáveres en línea, fantasmas digitales.
Podríamos incluso decir que las redes han creado lo más cercano a la inmortalidad pues ellas nos siguen invitando a que felicitemos a los muertos en sus cumpleaños, un like los hace presentes en cualquier momento, un compartir los regresa del más allá, los sitios los siguen sugiriendo como amigos, un comentario los sube al ring de una polémica que ellos mismos empezaron y un re-tweet los re-vive.
Si bien el tema no es nuevo, los bancos, por ejemplo, se han hecho expertos en recuperar su dinero así sea cobrando en el infierno, la actividad en las redes sociales los mantiene como seres públicos, masivamente presentes y activos. La aparición en la web seguramente no será eterna, pero sí la permanencia en el recuerdo y en la memoria (incluyendo la USB).
Si la energía sólo se transforma, nuestra huella digital se convertirá en una diminuta partícula en el infinito universo de la información binaria y si nuestro yo material se convertirá en polvo, nuestro alter ego electrónico se dispersará en cookies.
También las redes sociales han cambiado la concepción de la muerte en general. Si antes te podías esconder del lamento ahora las apariciones de los fallecidos en redes obligan a dar un pésame, un like de aliento y manifestar la resignación públicamente con un click. También las herencias de todo lo que se dejó en el ciberespacio (documentos, videos, seguidores, etc.) son un asunto que ha modificado nuestra concepción de la pérdida y sus consecuencias. Y ni qué decir del embalsamamiento online, en donde se tiene que cuidar que un perfil no se pudra o, en una de esas, se descomponen todos sus contactos. El duelo debe ser posteado, el testamento encriptado en PDF y el ataúd sellado contra hackers.
Un estudio sobre la resignificación de la muerte en las redes sociales, realizado en la Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco, concluye que la existencia de un usuario muerto no se prolonga pero sí queda el registro de su vida en las redes, «lo que se convierte en un símbolo interpretado por los usuarios vivos (…), se mantendrá en la web como un vestigio que perdurará como simple información almacenada en la base de datos del internet». No obstante, continua el documento, «el usuario muerto llegará al fin de su vida virtual cuando no existan interpretantes que le otorguen significado». Algo no muy distinto a la vida del vivo que va muriendo cuando pierde sus signos vitales, sociales y virtuales.
Todas las civilizaciones han tenido el concepto de inframundo, en la nuestra el ciberinframundo está lleno de códigos bios que sobreviven a pesar de los virus que los aquejan. En este tiempo de comunicación inmediata y ligera, los mensajes no siempre son respondidos, no siempre se busca una respuesta. A veces ni nosotros recordamos qué o a quién le escribimos ni qué ni quién nos contesta, da igual si está vivo o muerto. Quizá también sean tiempos para hacer una rama de la ingeniería tanatológica que nos ayude a aceptar la limitada interacción de nuestros seres queridos, entender las notificaciones automáticas, la ilusión de una presencia que no contesta. Aprender a dejar ir, a no esperar que algo cambie después de actualizar el perfil del occiso.
Llevarse las contraseñas hasta la tumba es un reto para los desarrolladores de las distintas plataformas. Facebook y Twitter ya tienen algunas alternativas para solicitar la eliminación de una cuenta realizando algunos trámites que demuestren la muerte del titular y la relación de quien solicita su eliminación. Una segunda opción es hacer una cuenta conmemorativa del fallecido tras el llenado de una solicitud. En cualquier caso, ya podemos considerar al internet como un cementerio de nuestras fragmentaciones, un panteón de lo que siempre quisimos aparentar, un camposanto lleno de coronas de flores de Snapchat.
Los estatus en las páginas de mi amigo Omar Josué no han cambiado (como quién sabe cuántos de los millones de usuarios muertos), y sigue viviendo activamente en el más acá digital. Su recuerdo vive en los corazones y en los monitores de quienes lo apreciamos y esperemos que tanta ciberinvocación no le quite la paz sepulcral y que, en donde quiera que esté, descanse e-ternamente.
@wensamezcuamx